FEDERICO GARCÍA LORCA, "CIUDAD PERDIDA (BAEZA )"






I
Baeza


A la señorita María del Reposo Urquía


Todas las cosas están dormidas en un tenue sopor..., se diría que por las calles tristes y silenciosas pasan sombras antiguas que lloraran cuando la noche media... Por todas partes ruinas color sangre, arcos convertidos en brazos que quisieran besarse, columnas truncadas cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra húmeda, escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que hablan de muerte... Luego un meloso sonido de campanas que zumba en los oídos sin cesar..., algunas voces de niños que siempre suenan muy lejos y un continuo ladrido que lo llena todo... La luz muy clara. El cielo muy azul en el que se recortan fuertemente los palacios y las casucas con oriflamas de jaramagos. Nadie cruza las calles, y si las atraviesa, camina muy despacio como si temiera despertar a alguien que durmiera delicadamente... Las yerbas son dueñas de los caminos y se esparcen por toda la ciudad tapando calles, orlando a las casas y borrando la huella de los que pasan. Los cipreses ponen su melancolía en el ambiente y son incensarios gigantes que perfuman el aire de la ciudad que constantemente se disuelve en polvo rojo...

Hay fachadas desquiciadas con mascarones miedosos llenos de herrumbre, hay tímpanos rotos que son fuentes de humedad..., hay columnas empotradas en los muros que parece se retuercen para desprenderse de su prisión... Todo callado. Todo silencioso.

De noche los pasos se oyen palpitar perdiéndose en la oscuridad..., y uno y otro y otro..., y el aire que habla en los esquinazos..., y la luna dejando caer su luz que es plata fundida... Los patios de las casas están llenos de tulipanes, de bojes, de espuelas de caballero, de lirios de agua, de ortigas y de musgo... Huele a manzanilla, a mastranzo, a heno, a rosas, a piedra machacada, a agua, a cielo... Aun en las cosas más cuidadas está clavado el sello trágico del abandono.

En los tejados y en los balcones y dinteles hay aderezos de topacios, granates y esmeraldas de musgo. Rompiendo la gris monotonía chopos y palomas torcaces...

En las calles oscuras hay pasadizos románticos en que la luz es azul, con Cristos negruzcos y Vírgenes angustiadas, con faroles cubiertos de telarañas, que no se encienden ya.

Dominándolo todo el negro y solemne acorde de la catedral.

En algunos pardos torreones hay escaleras ahumadas que no se sabe dónde van, almenas arruinadas que son nidos de insectos y sombras que se ocultan cuando alguien llega.

De cuando en cuando palacios y casonas de un Renacimiento admirable, ornamentadas con figuras y rosetones primorosos...

Después de andar entre soportales y callejas de una gran fortaleza y carácter se da vista a una cuesta triste con moreras y acacias, que sirve de antesala al corazón cansado y melancólico de la ciudad. Siempre está solitaria y tristísima, únicamente la cruzan los canónigos que van pausados a rezar, y los pájaros que vuelan locamente de un lado para otro sin saber dónde posarse.

En un lado de esta plaza hay una casa triangular que casi se la traga la hierba y otras destartaladas cuyas puertas se caen aburridas. El suelo es de terciopelo verde. En su centro una fuente de severidad pagana, parece el cuerpo final de un arco de triunfo al que la tierra se hubiera tragado.

La catedral tapa a la plaza con su sombra, y la perfuma con su olor de incienso y de cera que se filtra por sus muros como recuerdo de santidad.

A lo lejos casas de piedra dorada, con los añejos vítores esfumados por tantos soles, y las ventanas marchitas con hierros mohosos y destartalados.

Hay un silencio íntimo y doloroso en esta plaza.....

El palacio del antiguo cabildo que está en una esquina es una masa negra y amarilla y verde y sin ningún color. Sus ventanas vacías miran extrañamente y sus escudos medio borrados parecen sombras.

Toda la fachada está bordada de cruces, de jaramagos que penden como lámparas votivas y de flores rojas apretadas entre las grietas.

Las campanas de la catedral llenan sus ámbitos de acero y dulzura diciendo la señorial melodía que las demás campanas de la ciudad acompañan con su suave plañir.

Esta plaza, formidable expresión romántica donde la antigüedad nos enseña su abolengo de melancolías, lugar de retiro, de paz, de tristeza varonil, se proyectaba profanarla cuando visité Baeza. El Alcalde había propuesto al consejo urbanizarla (tremenda palabrota), arrancando el divino yerbazal, cercando la fuente de jardinillos ingleses..., y quién sabe si pensando levantar en ella un monumento a don Julio Burell, o a don Procopio Pérez y Pérez, y en esa plaza soñadora y suavemente funeral, quizá algún día veremos un kiosco espantoso donde tocara la música pasodobles, cuplés de Martínez Abades, y habaneras del maestro Nieto. Derribarán el encanto viejo, y pondrán en su lugar edificios con cemento catalán. Es verdaderamente angustioso lo que pasa en España con estas reliquias arquitectónicas... Todo trastornado... pero con qué visión artística tan deplorable.

Recordemos la gran plaza de Santiago de Compostela con el monumento al señor Montero. ¡Qué salivazo tan odioso a la maravilla churrigueresca de la portada del Obradoiro y al hospital grandioso! Recordemos la Salamanca ultrajada, con el palacio de Monterrey lleno de postes eléctricos, la casa de las Muertes con los balcones rotos, la casa de la Salina convertida en Diputación, y lo mismo en Zamora y en Granada y en León... ¡Esta monomanía caciquil de derribar las cosas viejas para levantar en su lugar monumentos dirigidos por Benlliure o Lampérez!... ¡Desgracia grande la de los españoles que caminamos sin corazón y sin conciencia!... Nuestra aurora de paz y amor no llegará mientras no respetemos la belleza y nos riamos de los que suspiran apasionadamente ante ella. ¡Desdichado y analfabeto país en que ser poeta es una irrisión! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Si se anda un poco se cae en un pozo de oscuridades blandas y sobre una puerta achatada, plenamente mudéjar y sobre un ojo de la catedral, un santo muy antiguo que se murió viniendo de Granada en una tranquila mula, yace empotrado en la pared...

En las piedras se dibuja una figura lánguida y exhausta de ritmo bizantino que en la noche la luna da relieve, y los jaramagos juegos de sombra. Esta puerta se llama de la luna porque únicamente la luna la baña con su mística luz...

Si se anda más, los yerbazales son tan fuertes que se tragan a las piedras del suelo lamiendo ansiosamente los muros..., y si cruzamos unas callejas más, se contempla la majestuosa sinfonía de un espléndido paisaje. Una hoya inmensa cercada de montañas azules, en las cuales los pueblos lucen su blancura diamantina de luz esfumada. Sombríos y bravos acordes de olivares contrastan con las sierras, que son violeta profundo por su falda. El Guadalquivir traza su enorme garabato sobre la tierra llana. Hay ondulaciones fuertes y suaves en la tierra... Los trigales se estremecen al sentir la mano de los vientos. La ciudad se esconde en el declive huyendo de la bravura solemnísima del paisaje.

Pero por encima de todo hay no sé qué de tristezas y añoranzas... El aire es tan fresco y tan intensamente perfumado... Unos carros pasan a lo lejos con traqueteos quejumbrosos levantando nubarrones de polvo...

En algunas casas hay de vez en cuando llamaradas de flores rojas en los aleros del tejado.

Las calles empinadas sobre un cielo añil con plata de nubes, únicamente las pasea el sol.

Tiene esta callada ciudad rincones de cementerio con cruces tuertas, desgarbadas, y con portadas mudas de tanto hablar cosas muertas... Las canales derraman yerbas que tiemblan con la brisa.

Hay algunas calles que son verdaderamente andaluzas con las casas blancas, con ventanas salientes junto al alero... perdiéndose en un fondo de campo demasiado pleno de luz... En estas calles de los arrabales el silencio y la quietud son más inquietantes... Solamente se oye llorar a algún nene, chirriar de puertas o los acordes suaves del aire y del sol.

En una plaza serena, que tiene un palacito elegante pero mutilado y deshecho, un altar gracioso con flores de trapo junto a la seriedad aristocrática de un arco triunfal con aire guerrero, y una fuente con leones desdibujados en la piedra, un coro de niñas harapientas dicen muy mal la tierna canzoneta fundida en el crisol de Schubert melancólico:

Estrella del prado
Al campo salir
A coger las flores
De Mayo y Abril...

Canción infantil de resoluciones agradables y conmovedoras... canción de intensa poesía, sobre todo cuando suena en las noches de luna de un verano pueblerino.

Siempre al recorrer estas calles se descubre algo interesante..., un capitel de dibujo caprichoso empotrado en la pared, una reja hecha como para una serenata enamorada, algún palacio destrozado y cubierto de cal..., pero todo está abandonado, despreciado..., y lo que han cuidado, tiene el gesto de la profanación artística.

Tiene una tranquilidad musical el crepúsculo visto desde estas alturas... En el regio horizonte hay nubes de ámbar azul... que ocultan la luz del sol, que es fresa cristal.

Después, un trémolo de luna y estrellas, como prólogo de la noche.



II


¡Melancolía infinita la de estas piedras antiguas llenas de herrumbre y oro!

Pesar grande de estas calles de cementerio por las que nadie pasa. ¡Borrachera espléndida de romanticismo!

Por los aires pasan las golondrinas bordando en la plata de la luz... La catedral está como iluminada interiormente por un faro rojo.

Los corazones de los que sueñan se oprimen o se ensanchan en busca de aire cálido o ideal bondadoso...

Al amparo de estas viejas ciudades las almas mundanas desconsoladas encuentran como un ambiente de triste fortaleza..., y los conflictos del sentimiento adquieren más vigor..., pero qué diferente sentido.

Al pasar sus secretos de oscuridad soñadora y sentirnos solitarios con el corazón lleno de ansia, se resuelven nuestras interrogaciones con más pena pero con más conformidad espiritual. A veces caemos en un nirvana adorable, y son nuestros cuerpos como las piedras de estos palacios antiguos durmiendo el sueño de la eternidad; otras veces reímos optimistas y otras abunda el gris sangre en nuestro corazón..., pero siempre entre estas piedras de oro se está borracho de romanticismo.



III
Un pregón en la tarde


Horas lujuriosas del mes de Junio. La calle solitaria. Las casas doradas con los vítores ininteligibles tienen una fortaleza y mutismo conventual. La calle está cubierta de hierbas. Junto a las casas señoriales se aprietan las acacias plenas de ramos blancos, ocultándose bajo los balcones huyendo del fuego solar. A veces mueven angustiosamente sus penachos como protestando de lo que las abruma. En la portada de una iglesia ciega la luz al chocar con las piedras...

A lo lejos sonó el pregón. Era un grito doloroso, angustiante, como un lamento de alguien que se quejara artísticamente... Hay pregones graciosos, simpáticos, que llenan el ambiente en que suenan de alegría. Son cantares cortos, estribillos de la ciudad. Los mismos pregones de Granada con su melancólica alegría..., pero éste que sonó en Baeza a las tres de la tarde de un día de Junio encerraba una dolorosa lamentación.

Era la voz que lo cantaba potente, chillona.

Hubo un silencio y volvió a sonar.

Siempre el pregón ha sido una o más notas repetidas rítmicamente en un solo tono, casi siempre menor, sobre todo en los pregones andaluces..., pero éste que sonó en la ciudad olvidada tenía el acento de un canto wagneriano. Era primero una nota quejumbrosa, cansada, que vibraba como una campana en tono mayor brillantísimo, se repetía en un andante maestoso y hacía una pausa. Después volvía a decir el mismo tema, ya más quedo, y por último, para resolución, la voz tomaba timbre gutural, modulaba al tono menor, y dando una nota elevadísima caía lánguidamente en la nota inicial. Sonaba el pregón desfallecido y fuerte como una frase de trompa del gran Wagner...

Por el fondo de la calle que tenía un suave declive apareció la figura que lo cantaba.

Era una mujeruca encorvada, descalza, con los pelos canos, tiesos, cayéndole por la espalda, pitarrosa, con la cabeza inclinada, como sumida en una tremenda meditación. Llevaba una cesta llena de pellejos de conejos, de trastos viejos, de trapos inservibles... Dijo tres veces el doloroso pregón al pasar por la calle soleada. El ritmo raro y de hierro que tenía, hacía huir de la melodía como de una maldición.

Hubo varios silencios mientras el pregón se perdía. Al fin la voz se dejó de oír, quedando la calle desierta y aburrida del calor fortísimo...

Las acacias apenas se movían.


FEDERICO GARCÍA LORCA, IMPRESIONES Y PAISAJES (GRANADA, 1918)

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Fotografía de Cristóbal Tornero