SAN JUAN DE LA CRUZ EN BAEZA (ASPECTOS BIOGRÁFICOS: BEAS DE SEGURA-BAEZA, BAEZA-GRANADA, LA PEÑUELA-ÚBEDA)

Las secciones que siguen  sobre la vida de San Juan de la Cruz y su relación con Baeza , ciudad en la que residió el poeta místico entre 1579 y 1582, forman parte del videolibro San Juan de la Cruz: La sonora soledad de Juan de Yepes, vol. II, que, con guión y texto de José Jiménez Lozano, fue editado en Madrid, por Videolibro, en 1991. La obra completa se puede encontrar digitalizada en http://www.youtube.com/

Estas imágenes se acompañan a continuación del "Perfil biográfico de un poeta místico", de  María Jesús Mancho Duque, texto que forma parte de la introducción puesta al frente de la edición de las Poesías de San Juan de la Cruz (ISBN: 84-689-5991-X) ofrecida por el Centro Virtual Cervantes (http://cvc.cervantes.es/).


 DE BEAS DE SEGURA A BAEZA





DE BAEZA A GRANADA 





CONVENTO DE LA PEÑUELA-ÚBEDA







PERFIL BIOGRÁFICO DE UN POETA MÍSTICO 

por  

María Jesús Mancho Duque

Existen pocas obras con tanta limitación de referencias históricas como las de San Juan de la Cruz, aspecto ya advertido por Baruzi [1924: 303-304], quien constataba que «no hay huella ninguna ni en su obra, ni casi en su lengua, de lo socialmente transitorio». Y cuando se producen algunas alusiones a la vida de su tiempo, «éstas no llevan aparejada una concesión a costumbres pasajeras», características que el investigador francés explicaba por la preocupación constante del místico por acceder a lo universal. Y, sin embargo, las turbulencias políticas y económicas y las inquietudes religiosas —manifestadas con cruenta virulencia en muchas ocasiones— tipificaron la segunda mitad del siglo XVI, correspondiente al reinado de Felipe II, en que se desarrolla la trayectoria vital del futuro santo, especialmente en la Castilla que le vio nacer y en la que desplegará su actividad, ensanchada geográficamente con el horizonte americano. El dinamismo de esta época [Abellán, 1979; Benassar, 1983; M. Fernández Álvarez, 1974; D. de Pablo Maroto, 1987; T. Egido, 1990a], a pesar de sus profundas contradicciones sociales y de las complejas dificultades a las que se debía hacer frente, impulsó el despegue científico y técnico moderno, y promovió notables avances en el terreno cultural y artístico que repercutieron de manera decisiva en el esplendor alcanzado por la lengua y la literatura.
A diferencia de Santa Teresa de Jesús, que dejó testimonios escritos de su Vida y de su actividad —las Fundaciones—, San Juan de la Cruz no escribió nada directamente acerca de sí mismo, ni tampoco aparecen elementos personales dispersos en su obra. Se pueden reconstruir los jalones de su biografía gracias a los datos históricos —políticos, religiosos y culturales— de su tiempo y a las deposiciones y declaraciones proporcionadas por testigos coetáneos. Las manifestaciones externas de su personalidad, volcada hacia un interior donde se condensan sus vivencias espirituales e irremisiblemente atraída por la contemplación de la naturaleza, nos han llegado gracias a las observaciones, anécdotas y confidencias captadas y reproducidas con veneración por compañeros, amigos y discípulos espirituales; pero los rasgos más sobresalientes de su intimidad sólo es posible perfilarlos con nitidez a través de una obra literaria que es reflejo vivo de su alma [E. Pacho, 1991f].
Juan de Yepes —el futuro San Juan de la Cruz— fue el tercer hijo del matrimonio formado por Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, modestos tejedores de buratos. Vio la luz en Fontiveros, pequeño pueblo de la Moraña —una comarca occidental de Ávila lindante con la provincia de Salamanca— en 1542. El padre procedía de una familia de Toledo dedicada al comercio, mientras que la ascendencia de la madre permanece oscura, pues, aunque se han sugerido orígenes judeoconversos o moriscos, estas hipótesis no han podido ser comprobadas documentalmente. En todo caso, parece que las diferencias de clase social y de nivel económico entre el padre y la madre fueron determinantes para el distanciamiento con la familia paterna.
Dedicado al modesto trabajo del telar familiar, el padre contrajo una de las típicas enfermedades que asolaban intermitentemente las capas más desfavorecidas de la sociedad de su tiempo, tal vez agravada por «la crisis agraria y del hambre que se cebó en Castilla por los años cuarenta del siglo XVI, que le acarreó una muerte temprana, y que también se llevó consigo al segundo de los hermanos» [T. Egido, 1991a: 83; B. Velasco, 1991a]. La dramática situación económica en que se encontraba la familia movió a la madre a recabar ayuda a unos parientes toledanos de su difunto marido, los cuales no respondieron a sus demandas, por lo que decidió trasladarse en 1548 a Arévalo, pequeña villa agrícola pero con una incipiente industria textil, donde permanecieron todos unos cuatro años. En 1551 se establecieron en Medina del Campo, con la esperanza de mejorar las condiciones de vida de la familia, incrementada con el matrimonio del hermano mayor, Francisco. En esta villa, a pesar de un cierto declive, se celebraba una de las ferias más importantes de la corona de Castilla y se mantenía uno de los principales mercados financieros de Europa, por lo que constituía un núcleo urbano de los más potentes y poblados de la Meseta Norte, que enlazaba el tráfico proveniente de Sevilla —engrosado por las riquezas americanas—, con las plazas de Burgos, Amberes y otras genovesas y alemanas [J. Cepeda Adán, 1988].
En los arrabales medinenses se crió el huérfano Juan de Yepes como pobre de solemnidad [A. Marcos, 1993; T. Egido, 1990b, 1990c, 1991a1991b], categoría socioeconómica que, mediante ayuda social canalizada a través de instituciones de caridad, le brindaba la posibilidad de asistir al Colegio de los Niños de la Doctrina. En este establecimiento ingresó en 1551, con la obligación de llevar a cabo contraprestaciones estipuladas, tales como la asistencia en el convento de la Magdalena, la ayuda a misa y a los oficios, el acompañamiento de entierros y la práctica de pedir limosna. Paralelamente se inició en algunos oficios y, sobre todo, recibió una preparación elemental que le sacó del analfabetismo en que estaban inmersos todos sus familiares —en contraste abismal con el entorno sociocultural de Santa Teresa— y le capacitó para continuar su educación en el colegio que los jesuitas acababan de fundar en 1551 —filial del que tenían en Salamanca—, patrocinado por los financieros y mercaderes Rodrigo de Dueñas y Pedro Cuadrado [L. Fernández Martín, 1991]. Como alumno externo y a tiempo parcial, debía compaginar sus estudios con un trabajo asistencial en el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción de Medina, especializado en la curación de enfermedades venéreas contagiosas y conocido popularmente como el «Hospital de las Bubas».



En este centro y desde 1559 a 1563 Juan de Yepes tuvo la oportunidad de asimilar las directrices de la ratio studiorum, un innovador método académico que por entonces se empezaba a ensayar en los colegios de la Compañía de Jesús. En este organigrama académico, el latín —germen del espíritu renovador humanista— era el eje de todos los estudios. Fueron profesores de gramática latina Miguel de Anda, Gaspar de Astete y, quizá, Jerónimo Ripalda. Además, el salmantino Juan Bonifacio, maestro de retórica, difundía un talante que incorporaba las nuevas corrientes del humanismo cristiano, con estilo y planteamientos pedagógicos abiertos y novedosos, que marcaron una impronta decisiva en la mentalidad del futuro santo [F. González Olmedo, 1939]. La formación recibida en Medina constituyó una plataforma idónea para el acceso a la Universidad del aventajado alumno.

La vocación religiosa le movió, a los veintiún años de edad, desechadas otras propuestas eclesiásticas, a ingresar en la Orden del Carmen, en el convento de Santa Ana de Medina. Después del noviciado, realizado entre 1563 y 1564, como fraile profeso ya, con el nombre de Juan de Santo Matía, fue enviado a Salamanca para completar su preparación intelectual en una de las universidades de mayor prestigio de Europa, que por aquel entonces vivía unos de sus momentos de mayor efervescencia y esplendor. En la ciudad castellana permanecerá durante cuatro años, instalado en el colegio carmelita de San Andrés, situado fuera de las murallas que rodeaban el núcleo urbano y próximo al río Tormes.
En las aulas salmantinas, desde 1564 a 1567, junto a otros compañeros carmelitas calzados, realizó los tres cursos preceptivos para bachillerarse en Artes, al final de los cuales adquirió notable destreza dialéctica, como lo muestra su nombramiento de prefecto de estudiantes en el Colegio de San Andrés, en 1567, y como lo seguirá manifestando en los numerosos ejercicios académicos que dirigirá en Alcalá y Baeza.
Contrapuestas al bullicio estudiantil, a las luchas de facciones entre bandos universitarios y a las polémicas tensiones del alma máter universitaria, en la que se veían involucrados los propios estudiantes [L. E. Rodríguez-San Pedro, 1989, 1990 y 1991a; F. Ruiz, 1990d], pujaban con potente fuerza las inquietudes religiosas de Fray Juan, que le impulsaron a la lectura privada de maestros espirituales, pues sus inclinaciones contemplativas parecían dirigirle hacia la Cartuja, orden de marcado corte eremítico [O. Steggink, 1991d: 149]. Mientras tanto, dentro de la Orden del Carmelo habían surgido tendencias reformistas, dado que en la década de los sesenta el capítulo de Roma acababa de adaptar las directrices del Concilio de Trento, para cuya difusión y control de su aplicación se envió al propio general de la orden, Juan Bautista Rubeo; éste efectuó una visita histórica a la provincia de Castilla y, en concreto, al convento de San Andrés en febrero de 1567, [O. Steggink, 1990: 121] mientras el joven carmelita residía allí y preparaba su ordenación como presbítero, lo que tuvo lugar a finales del año académico, en la primavera-verano de 1567.
Es precisamente durante esta fase de inestabilidad vocacional, auténtica crisis provocada por la tensión dialéctica entre la atracción intelectual de la especulación teológica y una tendencia mística, más interior, cuando se produjo el decisivo encuentro con Santa Teresa, por el otoño de 1567, en Medina del Campo. La madre fundadora, que proporciona su propio testimonio en las Fundaciones (3, 16-17), le ofreció la alternativa de encauzar sus deseos en el seno de la reforma de la misma orden. Se trataba de afianzar la restauración de un ideal eremítico-contemplativo, entroncado con otros movimientos reformadores de raíz hispana apoyados desde la corte española e independientes de Roma, renovación, sin embargo, por la propia personalidad de la santa, impregnada de talante humanista, que pretendía extenderse a la rama masculina de la orden. El todavía estudiante carmelita dio su conformidad en la confianza de una pronta ejecución de estos proyectos.
Mientras esperaba el momento propicio para la fundación del primer convento, Juan de Santo Matía decidió volver a Salamanca e iniciar estudios de teología durante el curso 1567-1568, [2] pero sin intención de culminar su carrera académica. En la Facultad de Teología, la más prestigiosa de la Universidad junto con la de Derecho, frente a la corriente tradicional, representada por rígidos defensores de la Vulgata, como Juan Gallo, Bartolomé de Medina y León de Castro, que defendían la necesidad de profundos conocimientos escolásticos y rechazaban las herramientas lingüísticas y filológicas consideradas insuficientes para explicar los textos bíblicos, los estudiantes reclamaban más lecciones de Sagrada Escritura, con profundización de estudios de hebreo como clave de acceso a los libros sagrados, apoyados por profesores como Luis de León, Gaspar Grajal y Martínez Cantalapiedra. La polémica, que estalló cuando el editor salmantino Gaspar de Portonariis pretendió reeditar en 1569 la Biblia de Vatablo, culminaría con la detención de Fray Luis de León, Grajal y Cantalapiedra en 1572.
Aunque no se han hallado testimonios directos sobre las clases que pudo seguir Fray Juan de Santo Matía [L. E. Rodríguez-San Pedro, 1992: 94-116], parece muy verosímil su asistencia a las diversas cátedras de Teología. Entre sus probables profesores, cabe mencionar a Mancio del Corpus Christi en Prima de Teología, Juan de Guevara en Vísperas, Juan Gallo en la de Teología Tomista, Cristóbal Vela en la de Escoto, Gaspar de Grajal en Teología Positiva, Martín Martínez Cantalapiedra en Filología Semítica, Cristóbal de Madrigal en Hebreo y Fray Luis de León en la cursatoria de Durando, donde se trataron cuestiones relativas a las distinciones 23-25 del tratado De fide. Además, como sustituto de la cátedra de Prima de Teología, explicó Fray Luis el De Eucharistia y, tal vez, el De predestinatione,L. E. Rodríguez-San Pedro, 1993: 247, n. 39], parecen ampliarse las posibilidades de vinculación universitaria entre el prestigioso teólogo y poeta agustino y Fray Juan de Santo Matía.
No se descarta, incluso, que asistiera a explicaciones de materias ajenas al propio currículum, como la explanación de los Cantares de Salomón, dictada en la cátedra de Lenguas Semíticas durante el curso 1565-1566, o las teorías copernicanas, en parte admitidas por los estatutos salmantinos de 1561 [M. Fernández Álvarez, 1974; E. de Bustos Tovar, 1973], desarrolladas por el catedrático de Astrología Hernando de Aguilera [V. Muñoz Delgado, 1991], autor de un Ars memorativa, materia también explicada por el Brocense en 1567. Esto podría ayudar a comprender la presencia de vestigios copernicanos en la concepción del alma por parte del santo [J. L. Sánchez Lora, 1992], así como huellas de las artes de la memoria [A. Egido, 1991a; F. Rodríguez de la Flor, 1988 y 1995]. En línea distinta, L. López Baralt [1998] insinúa la hipótesis de un conocimiento indirecto de Algazel y de Averroes a través de John Baconthorp, por esta misma época.
Fray Juan de Santo Matía sólo realizó un curso de Teología, cuando los preceptivos hubieran sido cuatro. Fiel al compromiso contraído con la Madre Teresa de Jesús, en agosto de 1568 abandonó el Estudio salmantino para acompañarla en su fundación femenina de Valladolid, viaje interpretado como una etapa de preparación necesaria para familiarizarse con el nuevo talante de la reforma. El primer convento de frailes descalzos se inauguró en Duruelo, lugar situado en los límites entre Ávila y Salamanca, el 28 de noviembre de 1568, como testimonia Santa Teresa en sus Fundaciones. En la ceremonia, Fray Juan de Santo Matía cambió su nombre por el de Fray Juan de la Cruz e inauguró un nuevo estilo de vida religiosa caracterizado por la oración, pobreza, silencio y rigor espiritual.


En 1570 la fundación se trasladó a Mancera, donde San Juan desempeñó el cargo de subprior y maestro de novicios. Por el otoño de ese mismo año, hizo una visita a Pastrana, segundo de los conventos fundados en Castilla, para poner en marcha y organizar su noviciado. En enero de 1571 Fray Juan de la Cruz asistió a la fundación del convento de carmelitas descalzas de Alba de Tormes, donde con el paso del tiempo moriría Santa Teresa y donde todavía hoy reposan sus restos.

En abril de 1571 Juan de la Cruz se estableció en Alcalá de Henares, como rector del colegio recién fundado, con lo que volvió a estar inmerso en un ambiente cultural potente y abierto en el que destacaba su agudeza intelectual. No obstante, en la primavera de 1572 Teresa de Jesús, priora del convento de la Encarnación de Ávila, lo reclama para que le ayude en su misión como vicario y confesor de las aproximadamente ciento treinta monjas que integraban la comunidad. En la noble ciudad de los caballeros, instalado en una casita próxima al monasterio, situado al norte de la ciudad y fuera de sus famosas murallas, permaneció hasta diciembre de 1577. Se ha sugerido la posibilidad de que, durante su estancia, Fray Juan tuviera ocasión de realizar amplias lecturas escolásticas y místicas e, incluso, de madurar en su experiencia espiritual y poética [L. E. Rodríguez-San Pedro, 1992: 134, n. 193], ya que por entonces existía en la ciudad abulense un Estudio General de los dominicos, Santo Tomás, con sus lecciones y biblioteca correspondiente, y se hallaba en plena vigencia el colegio de jesuitas de San Gil, en el que durante este período residieron teólogos como Francisco Suárez, y pedagogos como el P. Ripalda o el propio Juan Bonifacio, antiguo preceptor de Juan de Yepes en Medina del Campo. Fue allí donde debieron perfilarse y seguramente definirse la originalidad de su pensamiento, la fuerza de su inventiva y la urgencia de la escritura [R. Rossi, 1993-1996].
Mientras tanto, en el seno de la Orden del Carmen se habían agravado las tensiones jurisdiccionales entre los carmelitas calzados y descalzos [O. Steggink, 1965, 1990 y 1991b]. Los primeros, decididos a evitar la separación de un grupo cada vez más nutrido de frailes, fueron impulsados por la curia romana y el papa; los segundos, seguidores de la regla primitiva no mitigada y ávidos de rigor, fueron apoyados por Felipe II, promotor de una reforma «a la hispana», rápida y radical. En 1575, el capítulo general de los carmelitas, reunido en Piacenza, determinó enviar un visitador de la orden para calzados y descalzos, el P. Jerónimo Tostado, con el objetivo de suprimir los conventos fundados sin licencia del general. Las confrontaciones fueron en aumento hasta el punto de hacerse evidente la necesidad de otorgar a los descalzos su independencia. Así, en primer lugar, en 1580, el Carmelo Descalzo se erigió en provincia exenta, mediante breve expedido por Gregorio XIII; ocho años después, en 1588, será reconocido como congregación, esto es, como orden con personalidad propia, que, en coherencia con su trayectoria, guardará lealtad absoluta a la monarquía española, su gran favorecedora.
El conocido episodio del encarcelamiento del santo se enmarca en este preciso contexto histórico. Ya en 1575 Fray Juan de la Cruz había sido detenido en Medina del Campo por los frailes calzados, pero fue puesto en libertad a los pocos días gracias a la intervención del nuncio Ormaneto, favorable a los descalzos. Sin embargo, su sucesor, Felipe Sega, se inclinó por el general calzado y la reforma teresiana estuvo a punto de fracasar. La situación de Fray Juan en la Encarnación era cada vez más violenta, toda vez que, siendo uno de los fundadores de los descalzos, detentaba el cargo de confesor de monjas calzadas.
En la noche del 2 al 3 de diciembre de 1577, Juan de la Cruz fue secuestrado y, después de recorrer a escondidas caminos y veredas, conducido de noche y con los ojos vendados al convento del Carmen de los Padres de la Antigua Observancia de Toledo, ciudad que, después del traslado de la corte a Madrid, conservaba todavía la huella de su esplendor imperial. En este centro, emplazado en la hoz del río Tajo, que albergaba una comunidad de alrededor de ochenta frailes, se vio obligado a comparecer ante un tribunal de padres calzados que le conminó a retractarse de la reforma teresiana. Al negarse el detenido, es declarado rebelde y contumaz [O. Steggink, 1991c] y condenado a una prisión conventual, sentencia nula, pues el tribunal carece de facultades jurídicas, pero que pone de manifiesto la consideración generalizada de Fray Juan de la Cruz como uno de los pilares más representativos de la reforma teresiana.
Así, al ejecutarse la sentencia, fue recluido en una angosta celda (de unos 2,70 m de largo por 1,60 m de ancho), carente de ventana, iluminada exclusivamente por la luz que penetraba a través de una saetera, cárcel de la que salía para recibir la «disciplina circular» en el refectorio del convento. En esta especie de zulo permaneció más de ocho meses, en los que hubo de soportar, con una dieta mísera y malsana, las duras heladas del invierno castellano y los extenuantes calores del estío, sin ningún tipo de alivio y con el único abrigo del hábito que se le fue cayendo a jirones con el correr de los días.
La presión psicológica por parte de los carmelitas observantes, los interrogantes sobre la licitud de la empresa teresiana, las suspicacias sobre su posible renuncia al proyecto de reforma por parte de los compañeros, el sentimiento de angustia por el aparente olvido de los amigos —desconocedor de los desvelos de Santa Teresa y de sus gestiones en la corte e incluso ante el mismo rey—, el profundo y progresivo desgaste físico, ligado al razonable temor a una muerte como consecuencia de tales circunstancias, serán elementos determinantes para la concepción del mayor de sus símbolos literarios: el de la Noche oscura. En este sentido, la prisión toledana, con su desamparo, soledad y silencio extremos, potenció la fuerza generadora de la palabra poética y el prisionero «experimentó interiormente la función heurística y creadora de la oscuridad» [R. Rossi, 1996: 84].
Durante este encierro, en un estado de abandono total que a otros paraliza el pensamiento, Juan de la Cruz experimentó una reacción mística y poética que le impulsó a escribir una delicada poesía de amor, incidiendo en los acentos de búsqueda y deseo del Amado y diluyendo el sensualismo del Cantar de los Cantares [O. Steggink, 1991c]. Surgieron, así, las treinta y una primeras estrofas del Cántico espiritual (el denominado «cántico primitivo»), a la vez que los romances y la Fonte. La composición de estos poemas, especialmente la del primero, guardará mucho de técnica mnemotécnica, puesto que durante mucho tiempo no dispuso de papel para escribir [R. Senabre, 1993]. Un cuadernillo proporcionado finalmente por un carcelero compasivo, que el santo pudo salvar en su huida, atesorará el repertorio nuclear de la obra poética sanjuanista.




Al cabo de unos nueve meses, convencido de que nunca lo liberarían y de que la prolongación de su cautiverio sólo podía desencadenar un desenlace fatal y absurdo, Juan de la Cruz planeó cuidadosamente su fuga como una técnica de supervivencia. En la octava de la Asunción —entre el 16 y el 18 de agosto de 1578—, con la connivencia implícita del mismo carcelero, conmovido por la situación y por la actitud del recluso, logró evadirse de la prisión en medio de la oscuridad de la noche. Después de diversos incidentes y superadas no pequeñas dificultades que le pusieron en peligro de despeñarse, a escondidas, consiguió refugiarse en el convento de carmelitas descalzas, en la misma ciudad del Tajo, muy próximo a aquel en que había estado preso. Las monjas, para mayor seguridad, le enviaron al Hospital de Santa Cruz, en el que convaleció durante mes y medio. Las incidencias de aquella huida nocturna, preñada de angustia, quedarán como un poso latente en el fondo vivencial del poema de la Noche oscura, compuesto, sin embargo con cierto distanciamiento temporal, si bien su contenido trasciende la concreción de la experiencia biográfica.
En septiembre de 1578 San Juan de la Cruz, después de una breve estancia en Almodóvar del Campo para asistir a la segunda asamblea capitular, es destinado a Andalucía, donde pasará diez años de fecunda actividad poética y religiosa. Su primera residencia fue el convento de El Calvario, en la serranía de Jaén, donde desempeñó el cargo de vicario, a lo que se sumó la dirección espiritual de la comunidad de carmelitas descalzas de Beas de Segura, de la que era priora la madre Ana de Jesús, con la que tuvo ocasión de trabar sincera amistad. En este sosegado entorno andaluz, en pleno contacto con la naturaleza, disfrutó de una etapa de gran creatividad en la que el repertorio inicial del cuadernillo poético —que llevó consigo y del que alguna de las monjas, como la madre Magdalena del Espíritu Santo, haría copia— se incrementó con los primeros escritos breves: Cautelas, Avisos, Dichos de luz y amor —serie de sentencias espirituales, en parte redactadas de mano del propio San Juan, lo que se conoce como «autógrafo de Andújar», en que se condensan profundos pensamientos, altos principios doctrinales, experiencias personales, análisis psicológicos, etc.—; el Montecillo de Perfección —gráfico o dibujo original, diseñado por el propio santo, que sintetiza pedagógicamente su programa ascético-místico y que repartió profusamente entre los frailes y monjas de las comunidades de El Calvario y Beas—, y comentarios aislados a las estrofas del Cántico.
En junio de 1579 salió para la fundación de Baeza, ciudad de actividad agropecuaria, pero también con pujante industria textil, que era también por entonces sede universitaria, si bien de segundo rango, orientada a la dedicación pastoral por las directrices organizativas de Juan de Ávila. Con la experiencia de Alcalá, la orden descalza pretendía implantarse en localidades con centros de formación, donde pudieran surgir vocaciones mejor preparadas. En esta ciudad, por otra parte, se vivía un clima de exaltación religiosa, que propiciaba la aparición de beaterios, especialmente de abultada presencia femenina, y otros tipos de espiritualidad de vertientes heterodoxas, como la de los alumbrados, constituidos en foco de atención preferente de la Inquisición, en el que predominaban los cristianos nuevos. En la ciudad andaluza permaneció San Juan de la Cruz hasta 1582 como rector del colegio mayor, cargo que, como antes en Alcalá, ponía de manifiesto el reconocimiento público de su alto nivel intelectual, aunque personalmente rehusara la docencia en la universidad.
Mientras tanto, continuaba la progresión ascendente de sus responsabilidades dentro de la orden. En el capítulo de Alcalá de Henares de 1581, en que la reforma se vio reconocida y se hizo la escritura oficial de la separación de los calzados, fue nombrado tercer definidor y prior del convento de Los Mártires de Granada, adonde llegó en enero de 1582, acompañado de Ana de Jesús y sus hermanas de hábito, que iban a llevar a cabo una fundación femenina favorecida por doña Ana de Peñalosa. En esta hermosa ciudad, por entonces en pleno proceso de transformación, mediante la sustitución de sus tradicionales estructuras religiosas, sociales, culturales y urbanas de carácter musulmán por otras cristianas —como consecuencia de la última fase de la Reconquista—, y fuertemente burocratizada por la notable presencia y actuación de instituciones administrativas civiles y eclesiásticas [T. Egido, 1990e] —aspectos peculiares que le imprimían el sello de una intensa y sincrética personalidad que la singularizaban en el Reino—, permaneció el Padre Juan de la Cruz durante seis años, el período más largo de estancia en un mismo centro, si se prescinde de los transcurridos en Medina del Campo y Fontiveros.
No deja de resultar llamativo que a una incesante actividad externa de organización de negocios relativos al gobierno de la orden, como consecuencia de la renovación continua de cargos directivos que hubo de asumir, se contraponga, en íntima conjunción vital y como contrapunto interior, la manifestación de su plenitud mística y madurez literaria. Como corolario, además, por razones de su ministerio se vio obligado a realizar numerosos viajes —se ha calculado que debió de recorrer desde Granada cerca de 14.000 km y, a lo largo de su vida, un total aproximado de 27.000 km—, tanto por Castilla —Pastrana, Valladolid, Madrid son algunos de estos destinos—, como por Murcia —Caravaca— y especialmente Andalucía —Málaga, Córdoba, Sevilla, con diversas localidades—, sin descartar, incluso, Portugal —Lisboa—, integrante entonces de la corona, tanto para llevar a cabo nuevas fundaciones como para efectuar visitas a centros ya consolidados [F. Ruiz, 1990c: 253-316]. En este sentido, la ubicación del convento carmelita, a espaldas de la Alhambra y Sierra Nevada y con los cármenes y la Vega ante los ojos, propiciaría la contemplación y, sin duda, estimularía su honda sensibilidad estética.
En este privilegiado emplazamiento, en momentos rescatados a duras penas a su dedicación a los asuntos de la orden, a iniciativas personales de reformas y mejoras arquitectónicas en el mismo convento, y a tareas concernientes a la dirección espiritual de frailes, monjas y otros allegados, es donde San Juan de la Cruz da cima a su labor literaria al completar la composición de sus poesías y culminar la redacción de sus obras en prosa. La Subida del Monte Carmelo y la Noche oscura —pensados especialmente para los religiosos y religiosas descalzos—, el Cántico espiritual completo —dirigido a la Madre Ana de Jesús— y la Llama de amor viva —destinado a doña Ana de Peñalosa— surgen como declaraciones a sus poemas mayores —Cántico espiritual, Noche oscura y Llama de amor viva— y constituyen tratados de gran densidad doctrinal y profundidad teológica, que sistematizan y condensan intuiciones y experiencias espirituales a veces impregnadas de hondo dramatismo. Ahora bien, simultáneamente, estos comentarios, traspasados por diferentes grados de interpenetración simbólica organizada en redes de expansión inagotable, rezuman hondo lirismo. Se cumple, así, en medio de un agotador dinamismo apostólico y entre múltiples ocupaciones de todo tipo, una etapa de gran esplendor espiritual, fecundidad de pensamiento y creatividad poética.



A mediados de 1588, en el primer capítulo general del Carmelo Teresiano, celebrado en Madrid, es elegido, con el P. Nicolás Doria —de gran talento organizador—, vicario general, primer definidor y tercer consiliario de la consulta —forma colegiada del gobierno de la orden— y destinado a Segovia. En consecuencia, Fray Juan regresó a su anhelada Castilla, como presidente-prior de la casa, con la tarea urgente de reconstruir y ampliar el convento con el patrocinio de doña Ana de Peñalosa, quien se trasladó desde Granada a su lugar natal.

La ciudad de Segovia por aquellas fechas, y en contraste con el decaimiento que arrostraban otros núcleos urbanos castellanos, se encontraba en fase de crecimiento por su floreciente industria textil que la había convertido en la capital industrial del norte de España. Acogía también por entonces manifestaciones de intensa religiosidad colectiva, como lo evidencian el asentamiento de diferentes órdenes religiosas y la construcción de una catedral nueva en sustitución de la antigua románico-gótica, muy dañada a resultas de los conflictos comuneros [T. Egido, 1990f]. El edificio que compraron los carmelitas estaba situado junto a la ermita de la Fuencisla, a orillas del Eresma y frente al Alcázar, y contaba también con una huerta que ascendía por la pendiente de la peña, donde el santo halló una cueva donde orar y desde la que podía contemplar una espléndida panorámica de la ciudad, con la sierra al fondo en dilatado horizonte. En la empresa de reconstrucción y remodelación arquitectónicas se implicó San Juan de la Cruz directamente, no sólo interviniendo en la gestión de las obras conventuales, sino trabajando manualmente con la cal y las piedras.
Empeñado en dichas tareas, en este centro residió San Juan en calma externa durante tres años, en los que redactó la mayor parte de las cartas —unas doce— del conjunto total —treinta y tres— que se han conservado hasta hoy. Se trata de epístolas generalmente breves y concisas de contenido variable: unas de carácter oficial, relativas a asuntos de gobierno y negocios; otras con destacada función de magisterio y dirección espirituales, y, por último, un grupo de índole más personal, donde su autor se manifiesta más espontáneo y ofrece sentidas muestras de interés y amistad hacia los destinatarios, en un tono afectuoso y de confianza cordial.
En 1589, la consulta —dedicada expresamente a organizar y codificar la vida carmelitana— se estableció en Segovia, si bien en agosto de 1590 volvió a Madrid. Durante este tiempo de intensos trabajos Fray Juan despachaba asuntos de gobierno según las directrices del vicario general, el P. Nicolás Doria, al que sustituía en sus frecuentes ausencias por razones del cargo. Sin embargo, durante estos años se intensificaron las tensiones entre dos concepciones de la reforma: la más abierta y humanista de Santa Teresa y Jerónimo Gracián de la Madre de Dios —superior mayor de la reforma hasta 1585, que había gozado de la confianza de la Santa Madre hasta su muerte en 1582— y la más austera y autoritaria del P. Doria. Fray Juan, decidido partidario de los primeros, se enfrentó abiertamente al segundo en 1590. En el capítulo general, celebrado en junio de 1591 y cargado de tensiones, fue cesado de todos sus cargos y reintegrado sin oficio alguno, como mero súbdito, a la comunidad. Se pretendía un confinamiento de hecho, al destinarlo a las misiones de México, a pesar de que su talante espiritual e intelectual no se ajustaba en modo alguno al perfil de un misionero [A. Rodríguez Sánchez, 1990].
Durante el viaje hacia Andalucía, en espera de nuevos avisos de sus superiores, hizo una escala en el convento de La Peñuela, donde contrajo unas «calenturillas» tan pertinaces, que obligaron a trasladarlo a Úbeda a finales de septiembre. En esta ciudad, en la que en un principio apenas era conocido, hubo de sufrir el resentimiento del prior del convento, a la vez que otras persecuciones en Andalucía emprendidas por otros miembros de la orden. Mientras tanto, la enfermedad fue avanzando dolorosa e inexorablemente, agravada «por tratamientos tan inadecuados como acordes con los usos médicos de la época» [T. Egido, 1991b: 22], hasta el punto de provocarle la muerte la noche del 13 al 14 de diciembre. Contaba, pues, 49 años de edad.
La paciencia y mansedumbre con que Fray Juan de la Cruz sobrellevó las penalidades de su enfermedad traspasaron los muros conventuales y pronto se difundió su fama de santidad en la ciudad, que se volcó en la ceremonia de sus exequias. A continuación, sobrevendría la disputa por sus reliquias, tan caras a las mentalidades barrocas, entre Úbeda y Segovia, toda vez que doña Ana de Peñalosa había obtenido del vicario general la licencia para traer su cuerpo a la ciudad castellana [F. Antolín, 2003]. El traslado se llevó a cabo en secreto a finales de abril de 1593 —suceso que se piensa pudo inspirar el capítulo XIX de la primera parte del Quijote cervantino—. A partir de esta fecha, sus restos, después de ser expuestos a la veneración de los segovianos y tras sufrir una serie de devotas mutilaciones, fueron colocados solemnemente en 1611 en una capilla del convento de los Padres Carmelitas Descalzos de Segovia, donde reposan en la actualidad.
En la orden se toma conciencia de que ha muerto un santo y enseguida comienzan las gestiones para su reconocimiento. En la segunda década del siglo XVII se inician los procesos informativos de cara a su beatificación, que después de superar diversas fases culmina en 1675, otorgada por Clemente X. Cincuenta años después, el 27 de diciembre de 1726, fue canonizado por Benedicto XIII [E. Pacho, 2001]. En 1926, al cumplirse el segundo centenario de la canonización, fue proclamado Doctor de la Iglesia Universal por Pío XI. El 21 de marzo de 1952 fue declarado patrono de los poetas españoles. Y en 1991, con ocasión del cuarto centenario de su muerte, fue nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad de Salamanca.




Las primeras biografías —aunque más bien orientadas al género hagiográfico [T. Egido, 1991a y 1991b]— fueron la de los PP. José de Jesús María (Quiroga), Historia de la vida y virtudes del Venerable Padre Fray Juan de la Cruz, primer religioso de la Reformación de los Descalzos de N. Señora del Carmen (Bruselas, 1628, editada modernamente por F. Antolín), Jerónimo de San José (Ezquerra), Historia del Venerable Padre Fr. Juan de la Cruz, primer descalzo carmelita, compañero y coadjutor de Santa Teresa de Jesús en la fundación de su Reforma (Madrid, 1641, recientemente editada por J. V. Rodríguez) y Alonso de la Madre de Dios, Vida, virtudes y milagros del Santo Padre Fray Juan de la Cruz, maestro y padre de la Reforma de la Orden de los Descalzos de Nuestra Señora del Monte Carmelo,F. Antolín).  escrita hacia 1630 (editada por


NOTAS

[1] En la actualidad se intenta superar el tratamiento hagiográfico conferido al santo y adoptar las modernas pautas del rigor biográfico; v. T. Egido [1991d y 1997a]. Para una revisión del desarrollo biográfico en los últimos tiempos, v. J. V. Rodríguez [1997]. Las primeras biografías fueron escritas en el siglo XVIII por José de Jesús María (Quiroga), Alonso de la Madre de Dios, Jerónimo de San José (Ezquerra) y Francisco de Santa María (Pulgar), entre las cuales la del P. Jerónimo es la que ha ejercido mayor influencia. Entre las del siglo XX destacan las de Bruno de Jesús María, Silverio de Santa Teresa y Crisógono de Jesús.
[2] Para el «currículum» académico del estudiante carmelita, v. L. E. Rodríguez-San Pedro [1992 y 1993: 221-249].
[3] Reproducen los f. 20r-28v del ms. 13.482 de la Biblioteca Nacional.
[4] Olvido de lo criado se conserva en los manuscritos m10, m11 y m7.
[5] Los versillos que figuran en la Subida del Monte Carmelo se conservan en los manuscritos m12, c, N10 y, en una diferente redacción, en la editio princeps de Alcalá, 1618. Han sido incorporados al repertorio de poemas sanjuanistas desde la edición de C. Cuevas [1979].
[6] Así, las deposiciones de las MM. Florencia de los Ángeles, Ana de San Alberto, María del Sacramento y Fray Inocencio de San Andrés. V. Fray Andrés de la Encarnación, BNM, ms. 13.482, f. 20v, en M.ª J. Mancho et al. [1993, vol. I: 71].
[7] Fray Andrés de la Encarnación, BNM, ms. 13.482, f. 23r [M.ª J. Mancho et al., 1993, vol. I: 77].
[8] Dada la falta de referencias relativas al primer grupo de estrofas, los biógrafos han intentado relacionar su contenido temático, «el recogimiento íntimo de la soledad», con episodios biográficos en los que parecería reflejarse la misma situación espiritual del autor [E. Pacho, 1981: 45-58].
[9] Seguramente la fecha se refiera al año en que se terminó el comentario. La crítica ha sugerido posibles etapas cronológicas de las sucesivas glosas.
[10] Como el P. Fray Juan Evangelista (v. BNM, ms. 13.482, f. 22r y 23v [M.ª J. Mancho et al., 1993, vol. I: 74-75]).
[11] Para una descripción más amplia de los testimonios de la tradición del Cántico espiritual y de las Poesías se remite a E. Pacho [1981: 154-196] y P. Elia [1990: 73-119 y 1999a] y P. Elia y M.ª J. Mancho [2002].
[12] La única variante característica de CB corresponde al v. 121 del poema, donde aparece «cazadnos» en lugar de «cogednos».
[13] Para este apartado, nos hemos basado de modo sustancial en los trabajos de P. Elia [1990 y 1999b/II] y P. Elia y M.ª J. Mancho [2002].
[14] Entre ellos, algunos ofrecen una variante en el v. 3, «firme» por «puesto», documentada también en la versión anónima considerada como la fuente profana utilizada por Juan de la Cruz. Se trata de los manuscritos: 372 (Biblioteca Nacional de París), Canzoniere di Ravenna (Classense, 263) y 1580 (Real Biblioteca, Madrid).
[15] Dirigido al Ilustrísimo Señor Don Gaspar de Borja, Cardenal de la Santa Iglesia de Roma, del título de Santa Cruz en Hierusalen y publicado por la Vda. de Sánches Ezpeleta en 1618. Fue reproducida en Barcelona, en 1619, igualmente sin figurar en ella el Cántico Espiritual.
[16] Chez Adrian Taupinart..., 1622.
 [17] En Bruselas, en Casa de Godofredo Schoevarts, 1627.
[18] In Roma, appresso Francesco Corbelletti, 1627.
[19] Madrid, Viuda de Madrigal, 1630.
[20] Ex hispanico idiomate in latinum nunc primum traslata. Per R. P. F. Andream A Iesu... Coloniae Agripinae. Sumptibus Haered. Bernard Gualtheri Excudebat Henricus Krafft. ANNO MDCXXXIX.
[21] En Sevilla, por Francisco de Leefdael, en la Ballestrilla, 1703. Reproducido en facsímil (Madrid: Turner, 1991).
[22] El P. Crisógono afirmaba que «por sus versos corren aires de Sión y del Carmelo, aires purísimos, refrescados al pasar por entre los cedros y nieves del Líbano, perfumados por el aroma de las rosas de Jericó, iluminados por aquel sol oriental espléndido y fecundados por el rocío del cielo» [1929, II: 17].
[23] Véanse igualmente A. Blecua [1992] y P. Jauralde [1992].
[24] Citamos por la última edición. Sobre las cuestiones estróficas y diferentes posturas acerca de la procedencia y difusión de la lira en el ambiente carmelitano, véase E. Orozco [1959a]; C. Thompson [1985: 109]; F. García Lorca [1972: 67-71 y 107-109]; A. Blecua [1981: 98]; C. Cuevas [1991a: 303].
[25] Algunas de estas voces no han sido bien comprendidas, por lo que han causado cierta confusión en la interpretación de sus poemas, como sucede con el vocablo esquivo.


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