Juan Carlos López Nieto afirma en su edición de Doña Perfecta (Madrid, Akal, 2006), de Benito Pérez Galdós, que Baeza, entre otras ciudades, podría haber sido referente en cierto sentido de la ciudad ficcional de Orbajosa presente en la novela. En su capítulo "Lugares de la acción" plantea esta cuestión, hablando de Baeza y de otras ciudades españolas posibles. No obstante lo dicho, lea el lector el capítulo II de la novela y juzgue por sí mismo, al tiempo que le recomiendo tenga en cuenta la necesidad a que se enfrentaba Galdós de hacer irreconocible esa ciudad dada la historia contada y el sentido crítico de lo narrado.
Antonio Chicharro
Capítulo II
Un viaje por el corazón de España
Un viaje por el corazón de España
Cuando, empezada la caminata, dejaron a un lado las casuchas de Villahorrenda, el
caballero, que era joven y de muy buen ver, habló de este modo:
—Dígame usted, señor Solón...
—Licurgo, para servir a usted...
—Eso es, señor Licurgo. Bien decía yo que era usted un sabio legislador de la
antigüedad. Perdone usted la equivocación. Pero vamos al caso. Dígame usted, ¿cómo está mi señora tía?
—Siempre tan guapa —repuso el labriego, adelantando algunos pasos su caballería—.
Parece que no pasan años por la señora doña Perfecta. Bien dicen que al bueno Dios le da larga vida. Así viviera mil años ese ángel del Señor. Si las bendiciones que le echan en la tierra fueran plumas, la señora no necesitaría más alas para subir al cielo.
—¿Y mi prima la señorita Rosario?
—¡Bien haya quien a los suyos parece! —dijo el aldeano—. ¿Qué he de decirle de doña
Rosarito, sino que es el vivo retrato de su madre? Buena prenda se lleva usted, caballero don José, si es verdad, como dicen, que ha venido para casarse con ella. Tal para cual, y la niña no tiene tampoco por qué quejarse. Poco va de Pedro a Pedro.
—¿Y el señor don Cayetano?
—Siempre metidillo en la faena de sus libros. Tiene una biblioteca más grande que la
catedral, y también escarba la tierra para buscar piedras llenas de unos demonches de garabatos que dicen escribieron los moros.
—¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?
—A las nueve, si Dios quiere. Poco contenta se va a poner la señora cuando vea a su
sobrino... ¿Y la señorita Rosarito que estaba ayer disponiendo el cuarto en que usted ha de vivir...? Como no le han visto nunca, la madre y la hija están que no viven, pensando en cómo será este señor don José. Ya llegó el tiempo de que callen cartas y hablen barbas.
—Como mi tía y mi prima no me conocen todavía —dijo sonriendo el caballero—, no es prudente hacer proyectos.
—Verdad es; por eso se dijo que uno piensa el bayo y otro el que lo ensilla —repuso el
labriego—. Pero la cara no engaña... ¡Qué alhaja se lleva usted! ¡Y qué buen mozo ella!
El caballero no oyó las últimas palabras del tío Licurgo, porque iba distraído y algo
meditabundo. Llegaban a un recodo del camino, cuando el labriego, torciendo la dirección a las caballerías, dijo:
—Ahora tenemos que echar por esta vereda. El puente está roto y no se puede vadear
el río sino por el Cerrillo de los Lirios.
—¡El Cerrillo de los Lirios! —dijo el caballero, saliendo de su meditación—. ¡Cómo
abundan los nombres poéticos en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras, me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio que se distingue por su árido aspecto y la desolada tristeza del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de adobes que miserablemente se extiende sobre un llano estéril y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia de nombrarse Villarrica; y hay un barranco pedregoso y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y que sin embargo se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos delante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esos lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y hierba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura, todo aquí es ironía. Palabras hermosas realidad prosaica y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.
El señor Licurgo, o no entendió las palabras del caballero Rey o no hizo caso de ellas.
Cuando vadearon el río, que turbio y revuelto corría con impaciente precipitación, como si huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazo hacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnuda extensión se veían, y dijo:
—Éstos son los Alamillos de Bustamante.
—¡Mis tierras! —exclamó con júbilo el caballero, tendiendo la vista por el triste campo
que alumbraban las primeras luces de la mañana—. Es la primera vez que veo el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía tales ponderaciones de este país, y me contaba tantas maravillas de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era estar en la gloria.
Frutas, flores, caza mayor y menor, montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todo lo había en los Alamillos de Bustamante, en esta tierra bendita, la mejor y más hermosa de todas las tierras... ¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación. Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con el entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí, también me habrían parecido encantadores estos desnudos cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustas casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos canjilones lagrimean lo bastante para regar media docena de coles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.
—Es la mejor tierra del país —dijo el señor Licurgo— y para el garbanzo es de lo que
no hay.
—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no me han producido un cuarto estas
célebres tierras.
El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dio un suspiro.
—Pero me han dicho —continuó el caballero— que algunos propietarios colindantes
han metido su arado en estos grandes estados míos y poco a poco me los van cercenando.
Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad, señor Licurgo.
El labriego después de una pausa, durante la cual parecía ocupar su sutil espíritu en
profundas disquisiciones, se expresó de este modo:
—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por su mucha trastienda, metió el
arado en los Alamillos por encima de la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis
fanegadas.
—¡Qué incomparable escuela! —exclamó rie ndo el caballero—. Apostaré que no ha
sido ése el único... filósofo.
—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si al palomar no le falta cebo no le
faltarán palomas... Pero usted, señor don José, puede decir aquello de que el ojo del amo engorda la vaca, y ahora que está aquí vea de recobrar su finca.
—Quizás no sea tan fácil, señor Licurgo —repuso el caballero, a punto que entraban
por una senda a cuyos lados se veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana
madurez recreaban la vista—. Este campo parece mejor cultivado. Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.
El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en todo humildísimo:
—Señor, esto es mío.
—Perdone usted —replicó vivamente el caballero— ya quería yo meter mi hoz en los
estados de usted. Por lo visto la filosofía aquí es contagiosa.
Bajaron inmediatamente a una cañada que era lecho de pobre y estancado arroyo, y
pasado éste, entraron en un campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de
vegetación.
—Esta tierra es muy mala —dijo el caballero volviendo el rostro para mirar a su guía y
compañero que se había quedado un poco atrás—. Difícilmente podrá usted sacar partido de ella, porque todo es fango y arena.
Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:
—Esto... es de usted
—Veo que aquí todo lo malo es mío —afirmó el caballero riendo jovialmente.
Cuando esto hablaban tomaron de nuevo el camino real. Ya la luz del día, entrando en
alegre irrupción por todas las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundaba de esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados, semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone al sol. Sobre aquella capa miserable, el cristianismo y el islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos, sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.
—Me parece que hoy picará el sol, señor Licurgo —dijo el caballero desembarazándose un poco del abrigo en que se envolvía—. ¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La ironía no cesa. ¿Por qué si no hay aquí álamos grandes ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?
El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda su alma atendía a lejanos
ruidos que de improviso se oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura,
mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría mirada.
—¿Qué hay? —preguntó el viajero, deteniéndose también.
—¿Trae usted armas, don José?
—Un revólver... ¡Ah!, ya comprendo. ¿Hay ladrones?
—Puede... —repuso el labriego con mucho recelo—. Me parece que sonó un tiro.
—Allá lo veremos... ¡adelante! —dijo el caballero picando su jaca—. No serán tan
temibles.
—Calma, señor don José —exclamó el aldeano deteniéndole—. Esa gente es más mala
que Satanás. El otro día asesinaron a dos caballeros que iban a tomar el tren... Dejémonos de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas, Merengue y Ahorca-Suegras no me verán la cara en mis días. Echemos por la vereda.
—Adelante, señor Licurgo.
—Atrás, señor don José —replicó el labriego con afligido acento—. Usted no sabe bien
qué gente es ésa. Ellos fueron los que el mes pasado robaron de la iglesia del Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros; ellos fueron los que hace dos años
saquearon el tren que iba para Madrid.
Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que aflojaba un poco su
intrepidez.
—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allá lejos? Pues allí se esconden
esos pícaros en unas cuevas que llaman la Estancia de los Caballeros.
—¡De los Caballeros!
—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la guardia civil se descuida, y roban lo que
pueden. ¿No ve usted más allá de la vuelta del camino, una cruz, que se puso en memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda cuando las elecciones?
—Sí, veo la cruz.
—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para aguardar a los trajineros. A
aquel sitio llamamos las Delicias.
—¡Las Delicias!...
—Si todos los que han sido muertos y robados al pasar por ahí resucitaran, podría
formarse con ellos un ejército.
Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo que turbó un poco el
esforzado corazón de los viajantes, pero no el del zagalillo, que retozando de alegría pidió al señor Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que tan cerca se había trabado.
Observando la decisión del muchacho, avergonzóse don José de haber sentido miedo o cuando menos un poco de respeto a los ladrones y exclamó, espoleando la jaca:
—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio a los infelices viajeros que
en tan gran aprieto se ven, y poner las peras a cuarto a los caballeros.
Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad de sus propósitos, así
como de lo inútil de su generosa idea, porque los robados, robados estaban y quizás
muertos, y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el aldeano, oponiendo la más viva resistencia, cuando la presencia de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente venían conduciendo una galera, puso fin a la cuestión. No debía de ser grande el peligro cuando tan sin cuidado venían aquellos, cantando alegres coplas; y así fue en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados por los ladrones, sino por la guardia civil, que de este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos que ensartados conducía a la cárcel de la villa.
—Ya, ya sé lo que ha sido —dijo Licurgo, señalando leve humareda que a mano
derecha del camino y a regular distancia se descubría—. Allí les han escabechado. Esto pasa un día sí y otro no.
El caballero no comprendía.
—Yo le aseguro al señor don José —añadió con energía el legislador lacedemonio—,
que está muy retebién hecho; porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez les marca un poco y después les suelta. Si al cabo de seis años de causa alguno va a presidio, a lo mejor se escapa, o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel, y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!, perro que te quieres escapar... pum, pum...». Ya está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la vista, dada la sentencia... todo en un minuto. Bien dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.
—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino, a más de largo, no tiene nada
de ameno —dijo Rey.
Al pasar junto a las Delicias vieron a poca distancia del camino a los guardias que
minutos antes habían ejecutado la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante. Pero no habían andado veinte pasos cuando sintieron el galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero y vio un hombre, mejor dicho un centauro, pues no podía concebirse más perfecta armonía entre caballo y jinete, el cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes, ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba una gran valija de cuero, en cuya tapa se veía en letras gordas la palabra Correo.
—Hola, buenos días, señor Caballuco —dijo Licurgo, saludando al jinete cuando estuvo
cerca—. ¡Cómo le hemos tomado la delantera!, pero usted llegará antes si se pone a ello.
—Descansemos un poco —repuso el señor Caballuco, poniendo su cabalgadura al paso
de la de nuestros viajeros, y observando atentamente al principal de los tres—. Puesto que hay tan buena compaña...
—El señor —dijo Licurgo, sonriendo— es el sobrino de doña Perfecta.
—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y mi dueño...
Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que Caballuco hizo sus urbanidades
con una expresión de altanería y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia de un gran valer o de una alta posición en la comarca. Cuando el orgulloso jinete se apartó y por breve momento se detuvo hablando con dos guardias civiles que llegaron al camino, el viajero preguntó a su guía:
—¿Quién es este pájaro?
—¿Quién ha de ser? Caballuco.
—¿Y quién es Caballuco?
—Toma... ¿pero no le ha oído usted nombrar? —dijo el labriego, asombrado de la
ignorancia supina del sobrino de doña Perfecta—. Es un hombre muy bravo, gran jinete, y el primer caballista de todas estas tierras a la redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es... dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de Dios... Ahí donde usted le ve, es un cacique tremendo, y el gobernador de la provincia se le quita el sombrero.
—Cuando hay elecciones...
—Y el gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha vuecencia en el rétulo... Tira a la barra como un San Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier dinero, porque lo mismo es para un fregado que para un barrido... Favorece a los pobres, y el que venga de fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo de Orbajosa, ya puede verse con él...
Aquí no vienen casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado, todos los días
corría la sangre, porque Caballuco les buscaba camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo; pe ro está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído usted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la facción de más allá... Y como ahora andan diciendo que vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto, tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.
Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de caballería andante que aún
subsistía en los lugares que visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,
porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó, diciendo de mal talante:
—La guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho al cabo que se ande con
cuidado. Mañana hablaremos el gobernador de la provincia y yo...
—¿Va usted a X...?
—No, que el gobernador viene acá, señor Licurgo; sepa usted que nos van a meter en
Orbajosa un par de regimientos.
—Sí —dijo vivamente el viajero, sonriendo—. En Madrid oí decir que había temor de
que se levantaran en este país algunas partidillas... Bueno es prevenirse.
—En Madrid no dicen más que desatinos... —manifestó violentamente el centauro,
acompañando su afirmación de una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla—. En Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par de quintas seguidas? ¡Por vida de...!, que si no hay facción debería haberla. ¿Conque usted —añadió, mirando socarronamente al caballero—, conque usted es el sobrino de doña Perfecta?
Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo enfadaron al joven.
—Sí señor —repuso—. ¿Se le ofrece a usted algo?
—Soy muy amigo de la señora y la quiero como a las niñas de mis ojos —dijo
Caballuco—. Puesto que usted va a Orbajosa, allá nos veremos.
Y sin decir más, picó espuelas a su corcel, el cual partiendo a escape desapareció
entre una nube de polvo.
Después de media hora de camino, durante la cual el señor don José no se mostró
muy comunicativo, ni el señor Licurgo tampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejo caserío asentado en una loma, y del cual se destacaban algunas negras torres y la ruinosa fábrica de un despedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredes deformes, de casuchas de tierra pardas y polvorosas como el suelo, formaba la base, con algunos fragmentos de almenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzaban sus miserables frontispicios de adobes, semejantes a caras anémicas y hambrientas que pedían una limosna al pasajero.
Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata, el pueblo, refrescando al pasar
algunas huertas, única frondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente en
caballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño, daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyo aspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte que de prosperidad y vida. Los repugnantes mendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino, pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo. No podían verse existencias que mejor cuadraran en las grietas de aquel sepulcro, donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino también podrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunas campanas tocando desacordemente, indicaban con su expresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.
Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geografía caldea o cophta sino en la de España figura con 7.324 habitantes, ayuntamiento, sede episcopal, partido judicial, seminario, depósito de caballos sementales, instituto de segunda enseñanza y otras prerrogativas oficiales.
—Están tocando a misa mayor en la catedral —dijo el tío Licurgo—. Llegamos antes de
lo que pensé.
—El aspecto de su patria de usted —dijo el caballero examinando el panorama que
delante tenía—, no puede ser más desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa,* cuyo nombre es sin duda corrupción de Urbs augusta, parece un gran muladar.
—Es que de aquí no se ven más que los arrabales —afirmó con disgusto el guía—.
Cuando entre usted en la calle Real y en la del Condestable, verá fábricas tan hermosas como la de la catedral.
—No quiero hablar mal de Orbajosa antes de conocerla —dijo el caballero—. Lo que he
dicho no es tampoco señal de desprecio; que humilde y miserable lo mismo que hermosa y soberbia, esa ciudad será siempre para mí muy querida, no sólo por ser patria de mi madre, sino porque en ella viven personas a quienes amo ya sin conocerlas. Entremos, pues, en la ciudad augusta.
Subían ya por una calzada próxima a las primeras calles, e iban tocando las tapias de
las huertas.
—¿Ve usted aquella gran casa que está al fin de esta gran huerta por cuyo bardal
pasamos ahora? —dijo el tío Licurgo, señalando el enorme paredón revocado de la única vivienda que tenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.
—Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?
—Justo y cabal. Lo que vemos es la parte trasera de la casa. El frontis da a la calle del
Condestable, y tiene cinc o balcones de hierro que parecen cinco castillos. Esta hermosa huerta que hay tras la tapia es la de la señora, y si usted se alza sobre los estribos la verá toda desde aquí.
—Pues estamos ya en casa —dijo el caballero—. ¿No se puede entrar por aquí?
—Hay una puertecilla; pero la señora la mandó tapiar.
El caballero se alzó sobre los estribos y alargando cuanto pudo la cabeza, miró por
encima de las bardas.
—Veo la huerta toda —indicó—. Allí bajo aquellos árboles está una mujer, una
chiquilla... una señorita...
—Es la señorita Rosario —repuso Licurgo riendo.
Y al instante se alzó también sobre los estribos para mirar.
—¡Eh!, señorita Rosario —gritó, haciendo con la derecha mano gestos muy
significativos—. Ya estamos aquí... aquí le traigo a su primo.
—Nos ha visto —dijo el caballero, estirando el pescuezo hasta el último grado—. Pero
si no me engaño, al lado de ella está un clérigo... un señor sacerdote.
—Es el señor Penitenciario —repuso con naturalidad el labriego.
—Mi prima nos ve... deja solo al clérigo, y echa a correr hacia la casa... Es bonita...
—Como un sol.
—Se ha puesto más encarnada que una cereza. Vamos, vamos, señor Licurgo.