MARTES DE CARNAVAL, por ANTONIO CHICHARRO



MARTES DE CARNAVAL

Y la risa, ya se sabe, es un ruido molesto.
Gabriel Celaya

Gracias, maestro Valle Inclán, por prestarme el título de tu trilogía de esperpentos cosida por el asunto del militarismo para arrancar la navegación de hoy, martes y carnaval en esta esperpéntica sociedad nuestra que anda disfrazándose día y noche. Disfraz sobre disfraz, las gentes acuden a celebrar un remedo de la fiesta, una simple mascarada, donde el latido de la tradición carnavalesca apenas se hace notar. Estas prácticas festivas han sufrido por lo general -siempre habrá excepciones- tal grado de mutación que convendría buscar otra palabra para nombrarlas, aplicándole así una nueva etiqueta verbal a lo que hoy se hace en discotecas, teatros y espacios municipales bendecidos, si no subvencionados, por la sonrisa amable de la autoridad y sancionados por el poder masivo de la retransmisión televisiva, aparte de convertidos en una mercancía que ponen en las manos tiendas, almacenes y agencias de viaje. Esto no es carnaval.
No es carnaval lo que se compra y se vende, lo que se representa, lo que se convierte en espectáculo y necesita de un público. El carnaval en su sentido y valor originarios no tiene escenario ni público ni actores, ni sabe de disfraces en tanto que instrumentos de simulación que en nada alteran, ni siquiera por determinado tiempo, la condición de quien los lleva. Tampoco conoce reglas ni reconoce jerarquías sociales ni sabe de valores ni respeta edades ni sexos. El carnaval se nutre de actos vitales, elementales y primarios, sin centro o excéntricos,  provenientes de una situación de excepcionalidad en la que se suspende todo orden vigente, se pierde el miedo social, ignorándose toda distancia vertical u horizontal, toda prohibición y toda coacción. El carnaval originario es una colectiva situación de transgresión en la que el yo se abandona a sí mismo y se sale a los otros, se ríe vitalmente y da al cuerpo todo el protagonismo y toda la rienda suelta, anulándose y socializándose en la fiesta, fiesta que cala todos los espacios de la vida social, que no tiene un sitio fijo ni mucho menos un reglado escenario a la italiana. El carnaval “se vive”, como razona Bajtín, un estudioso de la cultura popular y un conocido teórico. Ahora bien, el carnaval no tiene otra certeza que la de su final. Así, el esclavo romano volvía a su esclavitud el 23 de diciembre, fin de las fiestas saturnales. Ésta es la única convención social aceptada, la regla suprema: todo debe quedar  como estaba antes de la fiesta, ocupando lo alto su altura. Sólo queda  la memoria de la experiencia antiautoritaria y el recuerdo de la fugaz materialización de la utopía, que indefectiblemente ocupa su no-lugar, como contradictorio alimento de la conciencia política -la fiesta altera momentáneamente relaciones y valores sociales- de los hombres: conciencia de la posible ruptura de los límites y conciencia trágica de los límites de la ruptura.
Tras lo expuesto, se puede deducir que la conciencia liberadora y trágica a un tiempo que queda como residuo de la tradición carnavalesca, en tanto que fiesta popular que tanto invierte/subvierte como legitima finalmente relaciones jerárquicas y de poder,  es la que ha posibilitado el desarrollo y pervivencia de unas formas literarias carnavalescas, cuya raíz y acción claramente antiautoritarias  ponen en cuestión todo cuanto toca en nuestro horizonte de cultura, haciendo posible fundamentalmente a través de la risa-mueca de una escritura grotesca de perfil bajorrealista, de indudable eficacia estética, con importante presencia de elementos burlescos, paródicos, groseros, bufonescos, caricaturescos, cómicos y antiheroicos, etc., la consecución de unos efectos desmitificadores y perturbadores que poseen una proyección finalmente social y política al mostrar la necesidad radical de la liberación del ser humano de su propia e histórica “esclavitud” y, en particular, de los grupos de seres humanos oprimidos, los máximos ejecutores del carnaval. Así, el deseo en tanto que movimiento enérgico de la voluntad no cumplida alcanza al menos una satisfacción verbal al corporeizar ficcionalmente  la utopía de un mundo sin ataduras, de un mundo de libertad, de un mundo otro, en el que cuerpo colectivo alcanza todo protagonismo.
Pero no sólo se ha hecho posible a partir de aquí una rica, inteligente, festiva y trágica literatura carnavalizada a lo largo de la historia, sino que también se han construido más recientemente algunos instrumentos de pensamiento como es el caso de la idea de  carnavalización, debida al pensador citado, idea que sirve como categoría literaria para referirse a un tipo de literatura,  así como sirve, una vez extrapolada,  para explicar la literatura y las visiones artísticas en el seno de una significación no lineal ni totalizadora de la cultura, una cultura de la que Celaya sospechaba y se reía en su libro carnavalesco La higa de Arbigorriya, poniendo el más allá en el más acá, defendiendo la semana laboral de cero horas, proclamando la fiesta y el presente sin futuro, haciendo sonar la risa-bomba de su trasunto Arbigorriya, a través de su espontaneidad festiva que degrada lo que toca: 

¡Que viva lalí! 
¡Que viva lalá! Arbigorriya explicó: 
"Como Dios me ve al revés porque mira desde arriba, 
yo ando cabeza abajo para verle como es. 
Sé que ustedes no me entienden. Pero ¿hay algo que entender?.        
 

ANTONIO CHICHARRO

Del libro La aguja del navegante (Crítica y  Literatura del Sur), Jaén, Instituto de Estudios Giennense, 2002, pp. 54-56.


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