FIRMA INVITADA: "ELOGIO DE LA DESTEMPLANZA", por SALVADOR PERÁN MESA



ELOGIO DE LA DESTEMPLANZA

 Mientras Felipe II apuntaba los primeros esbozos del concepto de globalización, con aquello de que en sus dominios no se ponía el sol, en Europa empezaba a alumbrar la ciencia moderna, ese otro sol que no calentaría a España durante decenios. Es difícil entender los motivos que hicieron que el país más poderoso del mundo fuera impermeable a las nuevas corrientes intelectuales, sobre todo, contando con indiscutibles figuras del pensamiento y de las artes. El segundo Renacimiento, como se ha llamado, dio lugar a la aparición de la maquinaria intelectual más productiva de la humanidad, quizás, desde el tercer milenio antes de Cristo, en el que el hombre (o casi seguro la mujer), descubrió el fuego y la rueda, domesticó animales y empezó a cultivar la tierra.
            Es estremecedor comprobar que los dominios en los que nunca se ponía el sol, quedaran en la más absoluta de las sombras mientras la ciencia iluminaba los países a los que los ejércitos imperiales hostigaban. Merece la pena preguntarse por las circunstancias que tuvieron que conjurarse para hacer que ese procedimiento tan prometedor, quedara fuera de todas y cada uno de los reinos de España y quizás explique, mejor que cualquier otra cosa, la irremediable cohesión de los pueblos que habitan la península. Ni catalanes, ni vascos, ni gallegos, ni portugueses, ni andaluces, ni valencianos, ni murcianos, ni castellanos, ni aragoneses, ni extremeños, ni manchegos, ni asturianos alcanzaron a penetrar los entresijos del método científico cuando había que hacerlo.
            Parece estar claro que la expulsión de los judíos, la contumacia de los cristianos viejos, la intransigencia religiosa, Trento, la Inquisición, la Contrarreforma, la expulsión de los moriscos y, sobre todo, el afán de defender la fe religiosa con las armas, hicieron que este país consumiera sus mejores gentes, sus riquezas y sus energías en santas quimeras, dedicándose a mirar hacia atrás y hacia el cielo, en lugar de dirigir la vista hacia delante, que es por donde alumbra el progreso.
            Pero a pesar de la negrura del reinado de Felipe II, en España había, como podía esperarse de una comunidad que vivió una Edad Media brillante, corrientes intelectuales vigorosas, como la de los humanistas o la de los médicos filósofos, entre lo que se encuentran Gómez Pereyra, Huarte de San Juan, Sabuco de Nantes o López Úbeda. Se trata de una serie de médicos fisicistas que plantearon cuestiones tan actuales como la teoría del estrés, la necesidad de una dieta equilibrada, los beneficios de la actividad física o la medicina sicosomática.
            Que había intelectuales inquietos lo prueba, no solo, el que con este término se estigmatizara a quienes sacaban los pies del plato, sino el que España fuera el país de Europa en el que más éxito tuvo Erasmo y su Elogio de la locura, sin haberlo visitado nunca. De inquietos eran calificados los sospechosos de ser cristianos nuevos, los tibios o los caprichosos. Huarte de San Juan en el Examen de ingenio para las ciencias, introduce el término: “A los ingenios inventivos llaman en lengua toscaza caprichosos, por la semejanza que tienen con la cabra en el andar y en el pacer. Esta jamás huelga por lo llano; siempre es amiga de andar a solas por los riscos y alturas.”
            Sabuco de Nantes, que tuvo que publicar sus libros con el nombre de su hija Doña Oliva, defendía la alegría en el vivir, la buena música e incluso el abandono de los vestidos negros que imprimían un carácter (que, por cierto, significa en griego el punzón con el que el escultor da relieve al personaje, con el que lo termina y lo define) depresivo. Los que no somos tan jóvenes conocemos bien lo que es vivir bajo sospecha. El famoso ventero del Quijote hace ostentación de su incultura, resaltando que no sabe leer ni escribir para no ser tomado por converso. En ese ambiente era peligroso practicar la utrapelia (de donde puede que venga tropelía) especie de tertulia en armonía y que puede considerarse como una de las consecuencias del elogio a la Moría de Erasmo: “Pues habéis de saber que no hay goce alguno de las cosas si no se comparte con otro” decía el de Rótterdam.
            Interesante sería rescatar para el lenguaje coloquial alguno de los términos que utilizaron los médicos filósofos y mucho más encajarlos en su primitivo sentido. Huarte de San Juan probó con elocuentes razones que “de solas tres calidades, calor, humidad y sequedad, salen todas las diferencias de ingenios que hay en el hombre”. Argumentaba que la personalidad de cada uno es el resultado de la combinación de esos humores en determinadas proporciones. Que hay ocasiones en las que se sobreponen unos a otros y personas en las que predomina el calor a la humedad. Al inevitable desequilibrio de los humores le llamó destemplanza, expresión de alguno de los estados creativos o imaginativos en los que pueden caer los hombres. En Canarias y en Hispanoamérica se sigue utilizando todavía la acepción de enfado de las palabras calentura y caliente.
            Márquez Villanueva, en el excelente libro titulado Cervantes en letra viva, comenta que el autor del Quijote utilizó, tanto la Nueva Filosofía de la Naturaleza del Hombre de Doña Oliva, como el Examen de Ingenios para las Ciencias de Huarte de San Juan. Autores de éxito, que conocieron en vida varias ediciones de sus obras, incluidos en la nómina de los inquietos, censurados por la Inquisición, antiaristotélicos, erasmistas y situados en la misma órbita que Cervantes. No es de extrañar que la personalidad que Huarte definía como “los de cerebro seco y ardiente desarrollan la imaginativa hasta el punto de volverse ingeniosos, duermen muy poco, son secos de cuerpo y tenaces de ánimo, pero de mucha fuerza y resistencia física, poseen gran entendimiento y un don especial para la elocuencia”, la utilizara Cervantes para crear su personaje.
            A pesar de que Menéndez Pelayo mantenga en la Historia de los Heterodoxos Españoles que la Inquisición era muy permisiva, lo más creativo de la intelectualidad española del XVI, los caprichosos, los inquietos y los destemplados ingeniosos, tenían que andar con pies de plomo, reduciéndose al mandato estrecho de la opinión. Por eso llama la atención que incluso en nuestros días siga habiendo autores, como Fernández Álvarez, empeñados en colocar a Cervantes en el universo del catolicismo o de la devoción mariana. María Zambrano ya analizó el esfuerzo de Unamuno que “quiso rescatar a Don Quijote de su locura por la fe, rescatarle en su enloquecida caridad inyectándole fe, pero leyendo despaciosamente el libro ejemplar se ve que es imposible. Su condición última nunca entra en la fe y mucho menos en esa fe decantada de agua bautismal con la que Unamuno quiere restituirle la perdida inocencia”.
            El cristianismo de Cervantes, según Márquez Villanueva está “exquisitamente interiorizado, va derecho al corazón de la experiencia humana y permanece frío ante ritos y ceremonias. La nota es muy visible en lo relativo a la cuestión, siempre para él básica, del matrimonio. Radicalizando con visible lógica la herencia erasmista, lo siente más como hecho social que como sacramento”, y añade, “Es el suyo un cristianismo optimista, cuyo recatado carácter personal e íntimo dificulta su reducción a etiquetas socio-históricas del momento”.
            Es importante reconocer la heterodoxia de Cervantes para entender alguno de los muchos enigmas que plantea en su obra. Heterodoxia que se genera como reacción al ambiente que creció en España al mismo tiempo que crecía el escritor. Francisco Ayala lo recoge en el magnífico estudio que prologa la edición del Quijote de las Academias de la Lengua Española: “Cuando Cervantes viene al mundo, están incubándose ya todos los elementos de la Contrarreforma: el Concilio de Trento, inaugurado dos años antes de su nacimiento, sería clausurado cuando él contaba ya quince años de edad, y sólo dos más tarde se introducirían en España sus cánones. Pero aún no había abdicado el emperador Carlos V, ni todavía el pensamiento cristiano tenía que constreñirse y disimularse hasta casi desaparecer por recelo de la suspicaz persecución”.
            Lo que habría que evitar en todo caso es caer, otra vez, en la dinámica de la catástrofe, en que, hasta el pensamiento cristiano, deba ser disimulado porque la reacción ataca con la agresividad de siempre. En definitiva el temor que la jerarquía le tuvo a Erasmo, se basaba, según Menéndez Pelayo en: “Que era un hombre de complexión débil y valetudinaria, de carácter irresoluto y tornadizo, ni para el bien ni para el mal muestra gran firmeza. Aparte de sus méritos muy reales, y que nadie niega, el dominio de Erasmo, aquella especie de hegemonía que ejerció en las inteligencias, sólo comparable a la de Voltaire en el siglo pasado se funda: En lo flexible de su ingenio, que con no llegar a la perfección en nada, alcanzaba en todo una medianía más que notable.  En haber unido el amor a las dos antigüedades, la pagana y la cristiana. En el carácter moderno, digámoslo así, de su talento y del estilo de sus opúsculos, que es burlón, incisivo y mordaz, con mucho de la sátira francesa, más que de la pesadez alemana. No es esto decir que la sátira de Erasmo sea un modelo muy seguro: a vueltas con chistes delicados y semióticos, los tiene groserísimos. En su destreza y habilidad polémica. En lo excesivo de su amor propio y en aquel continuo hablar de sí mismo con soberbia modesta; eficacísimo medio para imponerse al vulgo de los doctos”.
            A mi me parece que estas críticas se asemejan a las que la derecha dura le dedicaba a un cineasta del todo inofensivo, que ejerció una cierta hegemonía intelectual y estética, ahora ya algo atenuada, sobre la progresía española, que resultaba moderno y que hablaba y habla mucho de sí mismo y de su destemplanza.

SALVADOR PERÁN MESA
Catedrático de la Universidad de Málaga