EL
TRIUNFO DE LOS IMPARES
El Renacimiento
en su poética aportó el triunfo de lo impar. La poesía en lengua castellana se
vio sorprendida a partir de Boscán y Garcilaso por versos de siete y once
sílabas, se produjo una batalla frente al octosílabo, hexasílabo, dodecasílabo
y tetrasílabo. Se decía que por ser ajenos al ritmo castellano los de once y su
combinación con los de siete sonaban demasiado suaves, dulces, afeminados se
dijo, por lo que suponían que, pasada la moda italianizante, volverían las
aguas a su cauce, sin embargo no fue así, y se incorporaron a la expresión
poética española, basta recordar a San Juan de la Cruz, a Quevedo y Góngora, en
los que, aunque en tono menor, a veces en sátira, continuó el octosílabo, sin
dudarlo debemos recordar también a Lope, sobre todo en aquellas canciones
luminosas que parecían fluir de una lengua que permaneciese en la niebla.
Estos días hemos paseado por Úbeda, Baeza y Jaén, hemos visitado obras
renacentistas, en todas ellas lo impar aparece sostenido por el par. Quizá es
en la sacristía de la catedral de Jaén, obra de Vandelvira, donde se puede ver
con más claridad. El número par y el impar se mezclan de tal forma que parecen
hechos para que nuestros ojos se serenen, el alma entra en un estanque de luz y
armonía donde descansa, y recuerda el espacio de la transfiguración.
¿Qué significa lo impar? Podrías pensarse que falta algo, la constitución
del hombre se nos presenta como par, brazos, ojos, piernas, son dos. El corazón
es impar. Lo impar se reconoce incompleto, fragmentario y busca su pareja. Recordemos
aquellos versos, poesía y pensamiento, de Machado:
Poned atención:
Un corazón solitario
No es un corazón.
Lo impar
descubre la individualidad, nos lleva al descubrimiento del yo, a lo
heterogéneo, porque el yo se identifica por su diferencia con el otro, y como
lo reconoce, se convierte en la expresión de una necesidad.
La torre del Salvador de Úbeda aspira a la otra torre que sabe no es
visible. Las dos torres de la catedral de Jaén, aunque están, no son sino
símbolo de esa aspiración, por tanto reconocen una verticalidad que clama, como
manos alzadas que mendigan, reclaman lo otro, la otra torre, pese a que
nuestros ojos ven dos.
El palacio de Vázquez de Molina se fija en siete, son siete los vanos
entre pilastras. Quizá estos impares recordaban la muerte, que se perfeccionaba
en la otra vida. La edad media, recuérdese Berceo, no apreciaba diferencias entre
lo natural y lo sobrenatural y así sus milagros pregonaban esta unión. De ese
modo podríamos decir que el alejandrino, siete más siete, venía a ser par,
constituía una unión positiva, fe en la Madre de Dios, intermediaria siempre
para quienes la incluían en sus oraciones, expresión de aquella unión, puente
que la sostenía
El descubrimiento de la singularidad, nos lleva al yo, al hombre como
centro, a su relatividad, se multiplican las diferencias, se teoriza sobre
ellas. La teología monolítica entra en crisis, por tanto el dogma está en
peligro. La interpretación de los textos sagrados no es ya un ejercicio propio
de la casta eclesiástica, porque, al traducirse las Escrituras, lenguas
nacionales, ya no serán su patrimonio. Esta individualidad va a generar el
diálogo y, aunque se castigue con la cárcel o la muerte, el punto de vista, el
yo y sus circunstancias, van a prender en la sociedad.
Los textos canónicos serán revisados, ahí tenemos la Biblia políglota. En
las órdenes religiosas no es extraño que se quiera volver al origen, al momento
en el que se fijó la regla, de ahí que Santa Teresa y San Juan promocionen las
aspiraciones de cambio que irán surgiendo, de ese modo se convierten en nuevas
fundaciones. No hay en ese momento vida religiosa que no sienta el deseo de
transformarse, se aspira a la perfección, a la unión con Dios.
Hay una orden nueva, los jesuitas, soldados de la fe, se organizan de
modo que compatibilizan la actividad del ejercicio profesional con el mundo
espiritual, no hay diferencia, aunque probablemente obligados a respetar
determinadas convenciones quizá no consiguieron del todo lo que pretendían. Formarán
a jóvenes, confesores de los poderosos, expertos guías de espiritualidad, en el
XVIII, colisionan con las monarquías ilustradas que no aceptan su dependencia
directa del papado.
El yo que desea mantener una relación con la divinidad, se enfrenta a la
devoción popular que funda su existencia en la emoción que los sentidos
reciben, ya sea en el proceso agónico de Jesús crucificado, ya sea en la visión
de la madre angustiada por la muerte del hijo. Esta devoción puede extenderse a
todo aquel que ha sido víctima por mantener la fe. De ahí el extenso surtido de
reliquias que tanto dio que hablar, de ahí la multiplicación de las imágenes y
procesiones que alcanzan su apogeo en el XVII y que dieron lugar a esos
retablos dorados, que Ponz rechazó porque provocan la distracción de los
creyentes.
El impar verá peligrar su existencia cuando se diferencia entre la abundancia
de elementos que aturden a los sentidos y supresión de todo aquello que
distraiga. El barroco y su miedo al vacío se enfrenta a la austeridad. Cabe
preguntarse por la calidad de la relación con la divinidad que puede
desarrollarse en ambos contextos. El uno no despega de los sentidos y como
consecuencia deriva en una relación causa efecto que exige la presencia de
ambos. La confusión y el fetichismo pueden generar un tipo de hipnosis que
interrumpa cualquier progresión, de tal modo que mantenga al creyente en una
infancia prolongada de la que nunca sabrá salir. Por otra parte, la austeridad,
la supresión de cualquier testimonio material que genere emoción, la noche de
los sentidos, sólo puede ser practicada por espíritus fuertes, dispuestos a
romper con todo lazo y entrar en contradicción consigo mismos. Esta
espiritualidad de intemperie, rayana en un silencio parecido a la mudez, sólo
será vivida en heroica soledad, ser impar, cuya existencia no tendrá consuelo.
JOSÉ
LUIS MARTÍNEZ VALERO