METAMORFOSIS HÍMNICA: UN
TESTIMONIO PERSONAL
Conforme pasan los años y lejos, muy lejos, se
quedan los días azules y el sol de la infancia, el nombre de Miguel Hernández
se me agiganta y muta con mi propia vida. Lo conocí en una Baeza ardida de luz,
cuando apenas estrenaba mi razón, de boca de mi propio padre que, con énfasis,
nos recitaba a mis hermanos y a mí la “Elegía a Ramón Sijé”. ¿De dónde se
alimentó su memoria, me he preguntado después, si el poeta sufrió también la
muerte de su ocultamiento en la posguerra? (tardé en saber que el poeta anduvo
por tierras de Jaén en 1937 y que en una imprenta de Baeza, para mayor
precisión, llegó a editarse Frente Sur, algo quedaría allí del poeta de
Orihuela). Sabía de la maldita guerra civil más por silencios que por palabras,
aunque alguna me llegaba con su sombría carga de dolorosa memoria en una España
de años triunfales, como leí después en el poema de Jaime Gil de Biedma,
cuando, sin yo saberlo bien siquiera, “media España ocupaba España entera”.
Baeza, entre olivos, ya ardía de luz ya se sumía en su dulce niebla invernal.
El tiempo parecía no moverse.
Y
desde entonces la voz de aquel poeta se quedó en mí ya para siempre. Luego
llegarían a mis ojos muchos otros poemas suyos mientras iba creciendo en edad y
en conciencia. Hasta que leí “Aceituneros” y sufrí la interpelación directa en
mi condición de nacido en esta ubérrima tierra grasa, pacífica y buena hasta,
si cabe, el servilismo. El octosilábico martilleo certero de los dos primeros
versos, “Andaluces de Jaén, / aceituneros altivos,” repetido a lo largo de
algunas de las estrofas, acabó por dejar definitiva huella en mí. Aquella
suerte de enardecimiento poético perseguido en un momento histórico crucial de los
años treinta del pasado siglo, años de guerra, se mutaría pasado el tiempo
cuando el poema fue musicado y puesto en nuestras jóvenes bocas en transición
hacia la democracia. El poema había dejado de ser parte de un conflicto armado
para evolucionar a canto colectivo de libertad con cuyas poderosas imágenes e
interrogaciones retóricas venía a alimentar así nuestra conciencia de
posibilidad y transformación. Había culminado su primera metamorfosis: de la
negación del servilismo y la arenga bélica a herramienta de la libertad en una
España hacia la democracia.
Y
hace apenas unos años, la corporación democrática de nuestra provincia ha
querido provocar una nueva mutación de ese texto base para convertirlo en himno
oficial, esto es, para que sea emblema de una colectividad, la represente, sirva
para ensalzarla y venga a desarrollar los lazos de la misma, si bien en lugar
de apelar a tópicos intangibles y conceptos abstractos, hace suya toda la luz
del poema que se centra en un simple árbol, el olivo, y en sus cultivadores, los
habitantes de estas tierras que desde hace cientos de años han sabido amamantar
hernandianamente estos árboles, de gran simbolización en varias culturas y de tan
retorcida como plateada belleza. Así se ha producido la segunda metamorfosis
—esta institucionalizada— del poema.
Pero habrá nuevas
mutaciones, qué duda cabe. No olvidemos que los textos existen tanto en nuestro
tiempo menor como en el gran tiempo, tal como entrevió
aquel gran teórico de la literatura eslavo. Y será ahí, cuando saltará como una
chispa la posibilidad de sentido que quedó sin descubrir, sin comprender y sin
aprovechar. Y entonces, tal como le es dado a los textos de alta densidad,
“Aceituneros” cobrará nueva vida.
ANTONIO CHICHARRO