ESTA LENGUA NUESTRA
No
me ha extrañado que una de las primeras medidas del nuevo presidente de Estados
Unidos, Donald J. Trump, haya sido la de ordenar la suspensión de la versión
española de la web oficial de la Casa Blanca. De esa persona tan poco cultivada,
por lo que voy deduciendo, se puede esperar cualquier cosa ‒desde levantar
muros a derribar puentes‒ y más aún si tiene que ver con esta lengua nuestra y
con quienes ‒cientos de millones de personas en todo el mundo‒ la usamos y
somos con ella. Independientemente del disgusto político inicial que me produjo
conocer esta noticia, pensé acto seguido en que tal decisión suponía
indirectamente el reconocimiento de la fortaleza del español en el país
norteamericano e incluso, si pensamos en nuestra lengua en términos puramente
económicos, tal como lo viene haciendo José Luis García Delgado, en una cierta
prevención por su potencial económico, tal como especifica el nombrado
economista cuando habla del español y el mercado de su enseñanza, el soporte de
una industria cultural, su papel en la transacción y seña de identidad
colectiva o imagen de marca con la que tanto se logra una integración económica
de países como se ejerce una proyección sobre comunidades lingüísticas ajenas.
En todo caso, que un sitio web de estas características quede
en suspenso o incluso pueda desaparecer definitivamente, siempre será un asunto
menor frente a la propia acción que los hablantes del español podamos ejercer
sobre nuestra lengua al no cuidarla y enriquecerla en su uso o al dejarla de
lado en la comunicación científica. Tal vez el peor enemigo esté dentro y diré
porqué.
Siempre he pensado que el
aprendizaje de lenguas en un mundo como el que nos ha tocado en suerte vivir es
una necesidad instrumental, cultural y política básica al tiempo que un modo de
mejor conocimiento y comprensión de los otros. Aprender inglés, por ejemplo,
dado que la lengua de Shakespeare se ha convertido además en la lengua franca
de nuestro tiempo, es algo que no se discute ya. Ahora bien, el aprendizaje de
esta segunda lengua no debe suponer la sustitución del español como lengua de producción
y comunicación científicas, esto es, como lengua de teoría, conocimiento y, a
la postre, pensamiento. Con mi afirmación no quiero decir que el español no sea
una lengua vehicular de ciencia sino, sobre todo, que puede dejar de serlo en
el grado en que ha venido siéndolo si las universidades, centros de
investigación y demás instituciones se aprestan a dejar de usarla para ciertos
fines como el de la producción de conocimientos científicos y la enseñanza de
los mismos. Una cosa es facilitar la comunicación, la comprensión y el
entendimiento en la comunidad de investigadores y estudiantes gracias a una
lengua franca y otra muy distinta es la sustitución de la lengua natural o
materna por aquélla. Y advierto de este peligro porque a los excesos del
papanatismo se puede contribuir también con el pragmatismo que busca resultados
en la difusión de la ciencia y la evaluación de su impacto, algo que se está
convirtiendo por lo demás en un gran mercado con sus clasificaciones, burbujas,
inflaciones y usos comerciales, etcétera.
Yo, como bien hacía el filósofo
Gustavo Bueno en algunos de sus trabajos, no pretendo reivindicar con mis
palabras nada en relación con el español como lengua de pensamiento y como
lengua de ciencia… hasta ahora mismo. Pero sí advierto de que si se privilegia
el uso del inglés en la producción del conocimiento, el único viaje de vuelta
que puede haber es el de su traducción al español, si es que esta llega a
hacerse. En consecuencia, es mejor que la traducción se haga al inglés una vez
que se ha culminado un estudio en español para desarrollar su potencial y
sostener su equipotencia con otras lenguas. De no proceder así, tal vez la
lengua de Cervantes y el ancho universo de la cultura que ha generado en más de
veinte países ‒ahí queda la corriente histórica del hispanismo y sus
especialidades para afirmar su importancia‒ empiecen a empobrecerse y a reducir
el espectro del mundo que nombra y hace suyo esta lengua nuestra.
ANTONIO CHICHARRO
De la Academia de Buenas Letras de Granada