FIRMAS INVITADAS: "ESPERANDO A GODOT", por SALVADOR PERÁN MESA




ESPERANDO A GODOT



El conocimiento ha evolucionado acoplado al desarrollo del Sistema Nervioso Central según una secuencia que presumo podría tener la siguiente secuencia:

CONCIENCIA ® TECNOLOGÍA ® ARTE ® RELIGIÓN ® FILOSOFÍA ® CIENCIA

Para interpretar este esquema hay que tener en cuenta que cada etapa no supone aparición de nuevas estructuras nerviosas, sino adquisición progresiva de habilidades. Empiezo por la conciencia por empezar por algo. El mono que se vale de un palo para llegar a la fruta desarrolla el primer artefacto tecnológico de la historia y es, por tanto, el prótor heuretés de la técnica. Su consecuencia es el arte que simpatiza técnica y curiosidad para expresar dudas que aflorarán como creencias religiosas. La base doctrinal de todas las religiones consiste en dar respuestas irracionales a preguntas racionales. A medida que el pensamiento se sistematiza trata de satisfacer lagunas lógicas mediante filosofía especulativa más razonable que cualquier revelación. La convicción de que las preguntas ponderadas deben ser contestadas con datos fiables desemboca en la ciencia, que como estado final evolutivo (de momento) contiene elementos de todas las etapas anteriores. La ciencia es lo más elevado del pensamiento porque es lo más racional. La cultura es el fluido que transporta los nutrientes que alimentan el progreso intelectual. Es el aparato circulatorio social que oxigena los sistemas mentales.
            En el proceso de formación de la sociedad humana hay dos principios que se complementan. Por una parte, el gremialismo de la especie y por otra, el interés de quien ostenta el poder por explotar esa condición. A los humanos nos gusta que nos dirijan y los que dirigen prefieren la obediencia a la rebeldía. El factor aglutinante más exitoso que ha ensayado la autoridad para controlar al pueblo ha sido la religión, utilizando la adulación como estrategia para unificar conductas. La gran Alianza del monoteísmo fue un intercambio de favores. La Revelación conquistó al hombre halagándolo como ser superior elegido rey de la creación por el mismo Dios. A cambio le exigió adhesión a un dogma que promete libertad en esta tierra y felicidad en la otra. Ciento sesenta años después de que la ciencia desmontara el sofisma del creacionismo, el inconsciente colectivo mantiene la idea de la superioridad substancial humana a pesar de que la bioquímica ha demostrado que las reacciones con las que se sustenta la vida son idénticas en toda la escala animal.
            El arrastre de casi dos mil años de trascendencia ejercida sobre la conciencia del hombre perdura en buena parte de la población que encuentra más seguro lo que no entiende que lo que exige esfuerzo de comprensión. Pero el progreso va ligado al compromiso de indagar y preguntar. Cuando más asentados parecían estar los dogmas Dante se atreve a dudar (Infierno XI,93) “Che non men che saper dubbiar m’aggrada” que se puede traducir por “dudar me gusta tanto como saber” y Galileo con la invariancia o principio de relatividad, plantea que las leyes de la física son las mismas en todos los sistemas de referencia inerciales. Aunque se refiere a procesos físicos es la primera vez que se habla en alto de certeza al margen de la divinidad. Los cielos no son inmutables como pretendía Aristóteles, lo son las leyes que los rigen. En el Renacimiento se inaugura el pensamiento científico del que surgirá el concepto de tiempo y espacio invariantes de Newton. Lo significativo es que, aunque en ningún caso se cuestiona al hombre como rey de la creación, el descolocar a la Tierra del centro del Universo donde la ubica la Biblia, además de achicharrar a Giordano Bruno, supuso un contratiempo para la soberbia humana. Fue el primer intento de separar el dedo divino del humano dibujados por Miguel Ángel en la cúpula de la Capilla Sixtina.
            Los científicos estudian cómo funciona, los artistas lo que siente y los historiadores lo que pasa en el mundo, dejando que los filósofos lo expliquen. Los Principios de Newton apuntalaron el desarrollo de la Revolución Industrial y del Capitalismo arropados por todos los parabienes doctrinales. El determinismo hizo creer que al igual que se calcula con exactitud la trayectoria de un proyectil se podría predecir el resultado de cualquier proceso. Bastaba con conocer las causas y aplicar las fórmulas. El éxito industrial que trajo contribuyó a aumentar la autoestima del hombre hasta el punto de que Kant lo consideró un ser acabado en sí mismo. Los hombres de negocios, por su parte, en el supuesto de que alguna vez se hubieran sentido obligados por los principios religiosos, fueron lo primeros en librarse de ellos entendiendo el determinismo como una ecuación que convierte energía (generalmente humana) en beneficio económico o plusvalor. Es a partir de Darwin cuando los pensadores empiezan a sentirse terrenales y aparece la angustia existencial de los artistas ante un destino que en el fondo preferían divino. Un Dostoievski dubitativo plantea en Los hermanos Karamazov (1880) su famoso dilema de que si Dios no existe todo está permitido y un Unamuno herido por la evidencia científica, desde una fe irracional a machamartillo, reedita el delirio religioso que apadrinó la contrarreforma.
            Robert Skidelsky en la biografía definitiva de John Maynard Keynes explica con lucidez la influencia de la ciencia en el pensamiento de la élite intelectual y su transmisión al orden social a través del sistema circulatorio de la cultura: 

La vida intelectual en el Cambridge victoriano estaba determinada por la crisis y el subsiguiente declive de las creencias religiosas. La década de 1860 fue el tiempo en que los hombres de Cambridge perdieron su fe religiosa: Edward Carpenter, Leslie Stephen, Henry Sidgwick, Alfred Marshall y Arthur Balfour pertenecían todos ellos a la clase escéptica de esa década, que se inauguró con las consecuencias de El origen de las especies de Darwin, publicada en 1859, y se cerró con los resultados de las Segunda Ley de Reforma de 1867. La muerte de Dios y el nacimiento de la democracia de masas, que ocurrieron más o menos simultáneamente, concentraron de forma maravillosa las mentes de los hombres en los problemas de la conducta personal y el orden social.

        Pero el pragmatismo inglés no fue asumido por todos. Muchos artistas entraron en esplín existencial sin aceptar el salto cualitativo que imponía la Teoría de la Evolución dando lugar a lo que Dostoievski calificó de ateísmo filosófico. Se podía poner en duda la existencia de Dios, pero si el hombre no era distinto a la bestia ¿qué es lo que era? Aquí es donde sitúo a un tardío Samuel Beckett y su Esperando a Godot (1952) al que supongo influenciado por los tufos religiosos de la católica Irlanda. Se ha dicho que abandonó su país huyendo, precisamente, del agobio religioso; lo que para mí lo llevó al desamparo más que al absurdo. Beckett espera la llegada de algo que le aclare ese futuro ideal con el que contaba por tradición, pero al final no llega. Como ocurre con los existencialistas, fumadores de opio y bebedores de wiski no tiene otra forma de lamentar la pérdida del alma que castigando el cuerpo. Los ateos científicos de su época soportaron el trauma de la “levedad del ser” sin aspavientos. La relatividad hacía tiempo que venía defendiendo que la realidad es personal, intransferible e inexplicable. En una conocida carta que envió Einstein a la hermana y al hijo de su amigo Besso tras su fallecimiento, reconoce las dudas que le apuraban sobre el tiempo: “Michele se me ha adelantado en dejar este extraño mundo, pero eso no tiene importancia. Para nosotros, físicos convencidos la diferencia entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión, por persistente que ésta sea”. Como se ve, el punto de vista relativista contrasta con la seguridad newtoniana del capitalismo que sustenta el nuevo dogma alejado del principio de incertidumbre.  La estrategia liberal de desatar ligaduras económicas a unos más que a otros crea desigualdades que contradicen lo que predice la ciencia.
            El pensamiento relativista-cuántico asume que el hombre no tiene nada de especial y que es incapaz de entender la realidad a la que solo se puede aceder de manera estadística. Para aproximarse a ella hay que utilizar la metodología que Darwin aplicó al estudio de las especies fijándose en las poblaciones y no en los individuos. ED Schneider y D Sagan en su magnífico libro “La termodinámica de la vida” (Tusquets, 2008) recogen de una Ponencia de Bristo T. en 2003 el siguiente párrafo: 

La medida cuántica y la entropía/trabajo son algo más que dificultades menores para la pretendida invariancia temporal de la ciencia moderna. Junto con la gravedad, sugieren o que el universo no obedece la invariancia temporal (lo que quiere decir que va a alguna parte o hace algo) o que el dominio temporalmente invariante y sesgado de los físicos clásicos es solo una de dos maneras (esto es, igualmente verdaderas, pero mutuamente incompatibles) de contemplar el cosmos

Las dudas se complican, las seguridades se esfuman, la realidad está encriptada en alguna expresión de lo colectivo. Lo que esperaban los desorientados personajes de Beckett puede que llegue en forma de un porvenir abierto, sin protagonistas prodigiosos, mecanizado, automatizado y humanizado con ingredientes por descubrir, seguramente, más solidario.

SALVADOR PERÁN MESA