LA SIMPATÍA EN LA PRIMERA ENSEÑANZA, CON MACHADO AL FONDO, por MIGUEL ÁNGEL GARCÍA



LA SIMPATÍA EN LA PRIMERA ENSEÑANZA, CON MACHADO AL FONDO*

Miguel Ángel García
Universidad de Granada



Nada sabía de este homenaje tan merecido a mi querido profesor hasta que me llamó hace unos días Maripaz Vázquez, dándome noticia de él. Mi primera reacción fue de confusión y de sorpresa, porque ignoraba que un grupo de antiguos alumnos de José Ángel Sevilla —supongo que a estas alturas puedo aparcar el «don» con que debí de tratarlo hace más de treinta años, ya casi no recuerdo— estaba preparando este acto con motivo de su jubilación. Maripaz, la niña inteligente y rubia a quien he vuelto a ver después de mucho tiempo y que es hoy arquitecta técnica e ingeniera de la edificación, me puso en antecedentes: ella y otros compañeros habían utilizado las redes sociales para organizar este encuentro, y alguien le había dado mi teléfono. Mi desconcierto inicial me llevó a decirle únicamente que, por supuesto, asistiría encantado a este acto. Pero, después de hablar con ella, me di cuenta de que esperaba algo más de mí, unas palabras o una pequeña intervención en la que mostrara mi agradecimiento a José Ángel, o simplemente relatase lo que fue mi experiencia como alumno suyo. Eso es realmente lo que me estaba pidiendo, sin que quizás su timidez precavida al dirigirse a mí y el desconcierto que experimenté lograran concretarlo en un principio. Desconcierto porque, de pronto, en una especie de contracción brusca de la memoria, había vuelto atrás más de tres décadas, al niño que fui y que recibió las clases de este magnífico maestro aquí en Baeza, en el Colegio Público Antonio Machado, a comienzos de los ochenta. Maripaz sabía más que yo de esa experiencia, y así me dijo que los dos habíamos estado entre los primeros alumnos de José Ángel en este pueblo; además, ella sabía que nuestro profesor se jubilaba, lo que hizo que yo sintiera también en carne propia y de golpe el vértigo del fluir del tiempo, de su huida irreparable. Sin anuncio previo, había sido empujado, durante nuestra conversación, violentamente hacia atrás, hacia un tiempo ya ido y en apariencia definitivamente cerrado, y había comprobado que quizás veinte años no son nada, como dice el famoso tango, pero sí más de treinta.
Naturalmente, todo esto se me hizo consciente después de la conversación telefónica con mi antigua condiscípula, porque mientras hablábamos me asaltaron varias impresiones a la vez, amontonadas y hasta caóticas. Así como fue desapareciendo la sorpresa por lo inesperado y así como la memoria, después de esa brusca contracción, fue recuperando viejos recuerdos entre la niebla, reparé no solo en que, en efecto, no debía faltar a este acto de homenaje, sino también en que era de justicia que yo expresara a José Ángel toda la admiración, el respeto y el cariño que le profeso por las primeras enseñanzas que recibí de él. Por eso quiero agradecer a los organizadores de este homenaje, y a Maripaz Vázquez en primer lugar, que me hayan brindado la oportunidad de dirigir estas pocas palabras verdaderas a quien hace tantos años fue mi maestro y dejó en mi recuerdo, junto a esas primeras enseñanzas, una gratitud que estoy seguro también sentirán muchos otros alumnos suyos, generaciones y generaciones de niños y niñas que hoy son hombres y mujeres.
Hay un verso de un poeta romántico inglés, William Wordsworth, que dice así: «El niño es el padre del hombre». Me parece una gran verdad. Todo lo que de adultos hemos sido está de algún modo inscrito en el niño que fuimos. Ante el niño, el futuro está intacto, se abre todo un horizonte de posibilidades. Nos podemos dar por contentos si no hemos estropeado ese futuro, si estamos a la altura de lo que soñábamos cuando niños y tan a menudo se nos preguntaba «¿tú, de mayor, qué quieres ser?», si hemos aprovechado todo ese horizonte de posibilidades que se abría delante de nuestros ojos. Si no hemos traicionado, en definitiva, al niño que aún debería haber en nosotros y que realmente puede considerarse nuestro padre porque ya en él se delineaba la forma que hemos tenido después de situarnos ante nosotros mismos, ante los demás y ante el mundo. 
Si pienso en mi infancia y en mis años de colegio, me viene espontáneamente a la memoria otro verso, en este caso de Machado; se dice que su último verso, el que le encontraron en un bolsillo cuando murió en el exilio: «Estos días azules y este sol de la infancia». La asociación inconsciente de mi infancia con Machado no es desde luego casual. Antonio Machado, como ya he dicho, era el nombre del colegio de mis primeros estudios, allí donde tuve la suerte de encontrarme con un profesor como José Ángel, pero también con otros cuantos compañeros suyos a los que igualmente, por una razón o por otra, debo mucho, y que no quisiera dejar de mencionar aquí: doña Maricarmen Arroyo, la «señorita» providencial para casi aquel párvulo, sin duda la responsable de mi enderezamiento hacia el estudio y de que no acabara dedicándome a trabajar en el campo, como por origen social parecía escrito; don Juan Padilla, desaparecido tristemente hace poco, que enseñaba francés como Machado (curiosamente es uno de los figurantes en el corto de Bajo Ulloa Camino a Baeza) y nos daba en cada clase una lección previa de vida y cordialidad antes de concentrarse en la gramática, como debe ser; don Antonio Palomares, muerto mucho antes, mi profesor de lengua, con quien descubrí, esta vez después de la prioritaria gramática, que existía un mundo fascinante llamado literatura española.
Machado, a quien yo iría leyendo poco a poco, en los años de Secundaria, tratando de impregnarme de toda su presencia en este pueblo y en el Instituto Santísima Trinidad, escribió en Baeza, en una nota para presentar sus poemas, que guardaba un vivo afecto a quienes fueron sus maestros en la Institución Libre de Enseñanza, donde se educó de niño. Yo tuve mi particular Institución Libre de Enseñaza, mis días azules y mi sol de la infancia, en el colegio que aún lleva el nombre de este poeta, gracias a los profesores que acabo de mencionar. A todos ellos les guardo ese afecto del que habla Machado, un vivo afecto, no solo por intenso sino también por duradero, dado que ha llegado hasta hoy. Por cierto que no hace mucho he sabido que José Ángel preparó y publicó en 2012, con motivo del centenario de la llegada del autor de Campos de Castilla a Baeza, una unidad didáctica titulada ingeniosamente ¿Qué hacer con el poeta? Me parece una pregunta fundamental: ¿qué hacer, en efecto, con los poetas y la poesía para que no dejen de interesar a nuestros alumnos, desde la educación primaria hasta la universidad? Pensaréis que estoy hablando demasiado de mí, de mi experiencia y de mi mundo, pero al fin y al cabo lo hago con la convicción, como veréis enseguida, de que en ellos puedan reconocerse los demás, los que también habéis sido alumnos de José Ángel. Si hablo de mí, es con la intención de hablar por todos, y si esto resulta demasiado pretencioso, como sin duda lo es, mejor diré que hablo para todos.
No creo que deba mitificarse la niñez como un paraíso, a pesar de que tantas veces lo hayan hecho los poetas, comenzando por el Machado que escribe ese verso, casi como un epitafio. Pienso además, sin ir más lejos, en el célebre Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre, donde el paraíso, dentro de su rica significación, se identifica con la niñez del poeta en Málaga. No todo es sol y días azules en la infancia, y no me refiero ya a quienes han tenido la desgracia de que el dolor, la injusticia, las condiciones sociales y económicas o simplemente familiares les hayan robado la niñez. Incluso en la infancia más azul siempre hay algunas sombras que el niño no acierta a explicarse. Siempre recordaré una mañana en que hacíamos fila, por cursos si la memoria no me falla, para entrar disciplinadamente al colegio y José Ángel se acercó para preguntarme si me pasaba algo. Me acordaré mientras viva de ese gesto suyo, que entonces le agradecí y que me ha venido a la mente más de una vez, porque en ocasiones un solo gesto puede rescatarte de la soledad o la tristeza por una causa difusa, y que aquí es lo de menos. Nuestro profesor revelaba, con esa pregunta, que no estaba allí únicamente imponiendo orden ante el más que previsible barullo infantil, que no era simplemente la autoridad, un vigilante, sino un educador, una humanidad por así decirlo, a quien nada de la otra humanidad de los niños a cuyo cuidado se entregaba podía resultarle ajeno.
Los recuerdos, con ese carácter selectivo y caprichoso del que hace gala la memoria, se van a unos años después, cuando, ya en el Instituto Santísima Trinidad, aún acudía yo al comedor del Colegio Antonio Machado gracias a la generosidad del mencionado don Juan Padilla, que se encargaba de él, y de don José Garrido Arroquia, director entonces del centro, quienes me permitieron seguir haciendo uso de este servicio prestado exclusivamente a los llamados «niños del transporte», los que estudiábamos en Baeza porque nuestros lugares de origen no tenían escuela y hacíamos a diario el trayecto de ida y vuelta. Una tarde, antes de reanudar las clases, me atreví a darle a leer a José Ángel una suerte de poema que había escrito. Supongo que ya había descubierto la pasión por la poesía y quizás se iba despertando en mí la vocación de enseñarla algún día. Me interesaba mucho su opinión. Fue, si no recuerdo mal, una de las últimas veces que lo vi. Hasta hoy.
Hablaba antes de que mi memoria se rodea de niebla, como rayos de sol que luchan por desvanecer las nubes, y no es extraño, después de tanto tiempo. Lamentaría equivocarme, pero creo que no tuve la fortuna de que este profesor me diera clase de literatura. Por entonces, no sé hoy, la literatura era un minúsculo apéndice después de las lecciones de lengua, aunque recuerdo magníficos libros de texto para promover el amor a la lectura ya desde los primeros cursos de la Enseñanza General Básica (se titulaban, qué gran acierto para la imaginación del niño, Mundo nuevo). Matemáticas sí que llegó a enseñarme, para mi disgusto, porque francamente nada me decían, pero sobre todo me enseñó historia. Imagino que mi temperamento ya en aquellos días era mucho más humanístico que científico; pero, aparte de esto, resultó poco menos que imposible no apasionarse con el aprendizaje de la historia que nos enseñó José Ángel. O para ser más exactos, con la forma de la que se valió para enseñarnos historia, mostrando con ello sus extraordinarias habilidades pedagógicas. La mayoría, si no todos, sabréis a lo que me refiero. Hoy, si tuviera que definir de algún modo aquellos inolvidables apuntes multicopiados que nos daba, ilustrados con divertidas viñetas, los llamaría historia animada o animación de la historia. Recuerdo que con ellos y su capacidad docente logró entusiasmar a los compañeros más renuentes al estudio y obtener estupendos resultados en las llamadas «Evaluaciones», despertando de paso, supongo, alguna que otra suspicacia en el claustro de profesores, que seguían cosechando las mismas estadísticas. Por desgracia acabé perdiendo esos apuntes, aunque durante mucho tiempo los conservé. Más tarde iría descubriendo poco a poco, conforme me interesaba por la literatura y la poesía, lo importantes que son las lecciones de la historia para entender estas materias, y ya de profesor, para explicarlas. Pero fue José Ángel el maestro que me enseñó, desconociéndola yo aún, la importancia de saber historia. Fue él quien, en sus clases y en sus apuntes, ponía en práctica la maravillosa definición que da Cervantes de la historia como madre de la verdad, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Nuestro querido profesor estaba sirviéndose, con inteligencia y buen oficio, del enseñar deleitando, del viejo precepto que estableció el poeta latino Horacio, como después aprendí. Estaba haciendo de la escuela un espacio de trabajo, como ha de ser, pero también de diversión y de libertad, incluso de humor y de ironía, recursos estos últimos a los que recuerdo acudía mientras explicaba y enseñaba, o en cualquier situación que surgía en clase. Otro profesor y humanista italiano actual, Claudio Magris, ha dicho mucho mejor que yo lo que creo que para nosotros representaron las enseñanzas de José Ángel, y más en concreto su formidable aptitud pedagógica, y por eso me sirvo de las palabras de este autor:

Si no hay diversión, se aprende poco, porque las cosas que hay que aprenderse se transforman en pesados deberes de los que desembarazarse cuanto antes. Predicar es inútil, importa poco si a favor o en contra de los valores: estos solo pueden mostrarse, sin dar la impresión y ni siquiera tener la intención de inculcarlos. Tal vez solo de esta manera una persona puede empaparse de ellos plenamente, hasta el punto de convertírsele en sustancia vivida, del mismo modo que se aprende a amar el mar no porque nos hayan exhortado a ello, sino porque una vez alguien nos llevó a la playa en una determinada hora y con una determinada luz.

Nuestro joven y voluntarioso profesor no nos llevó al mar, pero sí al río Borosa, en la Sierra de Cazorla, en una salida a la naturaleza que sin duda seguía la línea pedagógica y la filosofía de las excursiones impulsadas por la Institución Libre de Enseñanza. Recuerdo la enorme ilusión que este fantástico viaje despertó en mi mente infantil. Algunos años después yo leería, con las inevitables reminiscencias de aquel paisaje vivido, el poema «Mariposa de la sierra», que Machado dedica a Juan Ramón Jiménez por su libro Platero y yo —por otra parte tan krausista— y que fecha en la Sierra de Cazorla, en mayo de 1915: «¿No eres tú, mariposa, / el alma de estas sierras solitarias, / de sus barrancos hondos / y de sus cumbres agrias? / Para que tú nacieras, / con su varita mágica / a las tormentas de la piedra, un día / mandó callar un hada, / y encadenó los montes / para que tú volaras». La mariposa montés, libre, pliega sus alas sobre el romero o las crucifica, voltarias, en un rayo de sol. Más graves y pensativos son estos otros versos de aire manriqueño, que sin embargo remiten a las mismas andanzas de Machado por la sierra: «Oh, Guadalquivir! / Te vi en Cazorla nacer; / hoy en Sanlúcar morir. // Un borbollón de agua clara, / debajo de un pino verde, / eras tú, ¡qué bien sonabas! // Como yo, cerca del mar, / río de barro salobre, / ¿sueñas con tu manantial?».
Mediante aquella inolvidable excursión, nuestro joven maestro, a quien movía a las claras la vocación por su trabajo, quiso infundirnos sin duda el amor a la naturaleza, un amor que en Machado, como el propio poeta reconoció alguna vez, superaba infinitamente al que sentía por el arte. La deuda que al menos a mí me ha quedado con sus primeras enseñanzas no tiene que ver tanto con unos saberes concretos cuanto con unos valores que impalpablemente transmitía a los niños que éramos, hasta comprobar que los habíamos incorporado a nuestra vida. Más que un maestro, era un hacedor de personas. Esto me lleva a pensar asimismo en lo que otro intelectual de nuestros días, George Steiner, dice a propósito de la enseñanza y de la relación entre maestros y alumnos. Esto es, que enseñar es un oficio sumamente complejo y peligroso, pues se sabe que se tiene entre las manos lo que hay de más vivo en otro ser humano. Creo que José Ángel siempre ha sido consciente de ello, y por eso ha llegado a ser el excelente maestro que es y a conquistar la admiración y el fervor de sus alumnos.
No me quiero alargar, ni ponerme demasiado pedante con citas y referencias ajenas. Si acudo a ellas es porque, insisto, dicen mejor que yo lo que me gustaría decir en esta ocasión tan especial para nuestro profesor y para todos nosotros. Hace poco me topé con un delicioso libro del poeta Ángel González titulado, precisamente, El maestro. Ángel González, además de magnífico poeta, fue maestro, maestro nacional, como a él le gustaba decir, maestro de escuela o de primera enseñanza. El caso es que en ese libro define muy bien lo que creo que ha sido hasta hoy la labor de José Ángel Sevilla como maestro. Nos dice que un maestro por lo general no alcanzará la fama ni hará fortuna con su oficio, que la gloria no le está negada, pero es la gloria de los humildes, ya que su popularidad no rebasa los límites que le marca un puñado de niños. La gloria que le depara su trabajo no trasciende de la íntima satisfacción del deber cumplido.
A partir de aquí Ángel González compara al maestro con un albañil, porque ambos construyen, edifican lenta y pacientemente, colocando ladrillo sobre ladrillo en una tarea desesperadamente anónima. No obstante, el albañil tiene a su favor la satisfacción de dar cima a su edificio cuando le pone el tejado, mientras que el maestro no tiene esa satisfacción, porque su edificio nunca se acaba, porque él trabaja y aquí González coincide con Steiner un barro que ya tiene alma, tratando de levantar aunque solo sea unos milímetros el nivel de la cultura de los pueblos; y añade: «Es, en resumen, una tarea de nunca acabar en la que, además, no se sabe a ciencia cierta cuándo se consigue algo o cuándo se va a perder por completo el tiempo». José Ángel puede estar tranquilo: quienes estamos hoy aquí acompañándole queremos hacerle ver que no ha perdido el tiempo en absoluto. Todo lo contrario: lo ha ganado con todos estos años dedicados a una tarea tan gratificante y de íntima satisfacción como la enseñanza.
Hay un capítulo del libro de Ángel González con el que quisiera terminar. Lleva  el título de «El maestro frente al niño», y con él, echando la memoria otra vez treinta años atrás, pretendo dar a entender lo que pudieron significar para mí las figuras de aquellos maestros del Colegio Antonio Machado a quienes he aludido, cómo los pude ver, cuando tenía la suerte de asistir cotidianamente a sus clases. Dice así Ángel González, al comienzo de ese capítulo:

Cuando el maestro se sienta en su silla, detrás de su mesa, y habla, explica, lee o guarda silencio, unos ojos lo están mirando. Cuando se pasea por la escuela, o se para frente al encerado, y dibuja o escribe, unos ojos lo están mirando. Son unos ojos grandes, limpios, ingenuos, aburridos o divertidos. Son unos ojos profundos, negros o azules, no importa de qué color. Solo importa que son los ojos de un niño, y que lo están mirando. ¿Y cómo ve el niño al maestro? No lo ve tal como es, seguramente. Lo ve muy alto si no es bajo de estatura, muy inteligente si no es tonto, muy sabio si no es ignorante. El niño tiene una gran capacidad de admiración que le hace ver las buenas cualidades que el maestro apunta en unas dimensiones desproporcionadamente grandes. Sus ojos están como situados detrás de una lupa. En su imaginación encuentra siempre modo de añadir algo a la realidad. ¡Qué figura tan gigantesca, tan importante, tan definitiva es el maestro a los ojos del niño! Si esa figura grande e importante se acerca a él, le habla con cariño, le manifiesta simpatía, su orgullo no tendrá límites y su alegría casi dará lugar a la gratitud. Será, a partir de aquel momento, su partidario más apasionado. Se convertirá en su discípulo, en la más estricta significación de la palabra.

Ángel González concluye que el secreto de la enseñanza radica en la corriente de simpatía que se establece entre la figura del maestro y la del niño; corriente de simpatía que el maestro debe crear y sostener. Por eso este poeta aconseja al maestro que no se olvide de los ojos que siempre están pendientes de él, que profundice en esa mirada, porque podrá obtener de sus alumnos todo lo que se proponga. No sé si José Ángel obtuvo de mí todo lo que se propuso, pero estoy seguro de que ha sostenido la mirada y ha profundizado en los ojos de cientos y cientos de niños y niñas que durante todos estos años han estado pendientes de él. Me parece entonces muy justo y emocionante hacerle ver hasta qué punto es recíproca hoy que ya ha llegado al júbilo de la jubilación la corriente de simpatía que despertó en nosotros hace ya mucho tiempo, quizás demasiado, durante los días azules y el sol de la infancia.



* Estas palabras fueron leídas en la Universidad Internacional de Andalucía, Sede Antonio Machado, de Baeza, el 20 de septiembre de 2014 en el homenaje al profesor José Ángel Sevilla Sanz con motivo de su jubilación. Solo he introducido ligeros retoques y algunos añadidos para publicarlas aquí.