El día 5 de noviembre de 2007 ingresó el escritor Manuel Urbano en la Academia de Buenas Letras de Granada como Académico Correspondiente en Jaén con la lectura de un discurso titulado Recado de escribir. A mí me correspondió la responsabilidad y el honor de contestar su discurso en nombre de la Academia con las palabras que siguen. Ambos discursos se encuentran a disposición del lector en el siguiente enlace:
Mi discurso decía así:
Excmo. Señor
Presidente
Excmos. e
Ilmos. Señoras y señores Académicos
Señoras y
Señores:
Es para mí,
además de un honor, una ocasión de íntima satisfacción personal proceder a la
contestación pública del discurso que acaba de pronunciar el ilustrísimo señor
don Manuel Urbano Pérez Ortega, a quien esta Academia recibe con sus brazos
bien abiertos como nuestro Académico Correspondiente por Jaén, ese graso
paraíso interior con el que linda y se hermana Granada, nuestras por tantos
años irredentas tierras.
Bajo el título Recado de escribir, hemos asistido a la explanación y fino
comentario de un panorama de frutos literarios de la patria de nuestra lengua que,
tanto de procedencia popular como culta –han quedado nombrados desde
cancioneros populares a obras de Lope de Vega, Góngora, Quevedo, Clarín,
Valle-Inclán y Ángel García López, entre otros–, han tomado los referentes y la
verbal materia prima que nombraba el conjunto de los objetos necesarios para la
escritura –nuestros digitales tiempos nos están apartando velozmente de tinteros,
plumas y papel– como plano real o metaforizado con el que construir una
metáforas de perfiles ya amorosos y eróticos ya existenciales ya disparatados ya
transgresores y pícaros, metáforas que han llenado no pocas letras
tradicionales y populares para ser cantadas, de las que algunas recogían tal
vez sin saberlo el viejo prejuicio platónico contra la escritura –por alejarse
ésta doblemente de la verdad esencial, recordemos– haciendo valer en su caso el
supremo latido de la vida misma, si bien dejando finalmente el rastro escrito de
su propia y fecunda palabra, la condición material de la memoria e indeleble
señal del comienzo de lo que llamamos historia. De ahí la importancia de la
labor tanto de instituciones como de personas que, desde una u otra faceta, han
dedicado, dedican y dedicarán su tiempo y vida a las letras.
Pero este tan hermoso como festivo paseo
por esos frutos literarios de cancioneros áureos y obras literarias, populares
y cultas, insisto, que llegan hasta nuestros días, nos ha servido para conocer
no sólo tales muestras del ingenio de nuestra lengua y cultura, sino también para
caer en la cuenta de algunas cualidades y rasgos que adornan la personalidad y
el quehacer literario de nuestro escritor. Me refiero a la calidad y riqueza de
su escritura, con un ojo puesto en la tradición y con el otro mirándose en lo
más nuevo; a la profundidad y pluralidad de su saber y erudición; a la
sabiduría y ternura con que selecciona y orienta su mirada sobre esas muestras
antológicas; y, cómo no, a su anchura de miras y natural apertura a todas las
fuentes donde manan la verdad, la bondad y la belleza, sin esteticismos,
bebiendo con fruición de las mismas ya en copa de plata ya, por decirlo con una
imagen de nuestro inolvidable y querido poeta José Hierro, en la copa de sus
propias manos, sin que se le caiga una sola gota al suelo.
Así es Manuel Urbano. Así se conduce
en su vida y en su obra mi entrañable amigo y poeta y ensayista y crítico
literario y columnista –ahí queda como muestra su libro Fuera de quicio– y flamencólogo y editor literario y gestor
cultural, además de abogado, claro está, mirando hacia lo alto al tiempo que se
sostiene firmemente sobre la tierra. Nuestro académico conoce muy bien el suelo
que pisa y, como los más altos y frondosos árboles que se ofrecen a nuestra
vista, apunta con su altura al cielo, altura que siempre es proporcional a la
profundidad y longitud de las raíces que penetran en la oscuridad del subsuelo
para nutrirse de la sustancias elementales que da la tierra. Ahora comprenderán
ustedes el porqué de la variedad de sus frutos, el porqué de su ancho
currículum vitae que la imprenta ha tenido que reducir para que cupiera en el
espacio reservado al mismo en la edición que ahora se les entregará, así como
la razón de su plural obra que ha cuajado en una interminable lista de
artículos y libros. Ahí quedan para uso y disfrute de lectores, giennenses y no
giennenses, el fruto de su mucha generosidad y esfuerzo, de sus largas horas de
estudio, reflexión y escritura, de su tiempo invertido en el rastreo documental
y acopio de fuentes que, de no ser por él, seguirían perdidas para nuestra
memoria histórica. Ahí quedan sus libros de creación –los más sustantivos desde
luego–; los libros de historia, tanto general y local como cultural y literaria;
y los libros de etnografía, con su seguimiento de las tradiciones y costumbres
de vieja y recia estirpe andaluza. Estas son las tres grandes ramas del árbol
de la obra de Manuel Urbano, ramas alabeadas por el peso de los granados frutos
de sus obras y estudios.
De la primera rama, la rama de la poesía,
penden libros como, entre otros, Presencia y ausencias, Pre-textos,
Grabado en la memoria, Horno negro,
Paseos en Jaén y el muy reciente
poemario Camino de la nieve. Es su poesía un festín verbal con notas
barrocas y profundidad meditativa, fruto de una necesidad expresiva y verdad
vital que, con “un dejo de tradición incorporado –como bien dice Antonio
Hernández– en cuanto ésta se hace placenta de vanguardias”, se llena de rastros
de humana melancolía, buscando la final salvación por el arte. Su Camino de la nieve, por ejemplo, es un
muy hermoso crisol poético donde arden los crepúsculos, las tardes del otoño y
la oquedad de noviembre, una música violeta, ciertas preguntas con respuesta, el
vuelo inmóvil de las horas, la profundidad oceánica del espejo, las hojas y el
óxido de su cobre como harapos de ternura. Camino
de la nieve es un libro otoñal y verdadero donde, por seguir glosando
algunas de sus muy hermosas imágenes, atardecen, manchadas de otoño, las
palabras y donde se mira fijamente la desnudez del tiempo.
En la segunda rama, descubrimos los
frutos de sus estudios etnográficos muy especialmente sobre la Alta Andalucía,
auténticos registros de plurales formas de cultura popular que van desde el
cante y las costumbres de la mesa a la fotografía etnográfica y desde las
fiestas populares a, como en Hay quien
dice de Jaén, a un diccionario
jaenés de la memoria, diccionario que guarda para nuestra conciencia
lingüística el tesoro de un sinfín de expresiones y, como dice Quevedo,
“vulgaridades rústicas”, además de refranes, adagios y otros dichos.
Una tercera rama sustenta las ediciones y los estudios literarios,
etnoliterarios e históricos. Son notables sus recuperaciones, así ocurre en el
libro Sal gorda, de coplas obscenas de la tradición oral que la maldad de las
buenas costumbres casi nunca dejara por escrito. Importantes resultan también
sus aportaciones al estudio de la poesía andaluza, tanto generales como
particulares. Entre las primeras sobresalen las tituladas Andalucía en el testimonio de sus poetas y Antología
consultada de la nueva poesía andaluza. Entre las aportaciones sobre
autores cabe recordar sus libros sobre Bernardo López, José Jurado de la Parra,
Eugenio Noel, Antonio Machado, José Almedros, Rafael Laínez Alcalá, aquel
discípulo de Machado en Baeza, Rafael Porlán, Juan Martínez de Úbeda y, entre
otros, José Ortiz de Pinedo. Y no me paro a contar las numerosas recuperaciones
a través de unas muy cuidadas ediciones de sus obras de Antonio
Alcalá Venceslada, Alfredo Cazabán, José
Toral, Laínez Alcalá y, entre otros muchos, Manuel Andújar.
Ésta es una muy simple muestra del
rico quehacer intelectual de Manuel Urbano y éstos son unos cuantos trazos con
los que he pretendido ofrecer un perfil de nuestro escritor y hombre, persona
de tan inteligente ironía como de indisimulada sensibilidad a un mismo tiempo;
persona de elaborada cultura que ama epicúreamente la vida y el largo aliento
de su veta popular, que observa con mirada penetrante el carnaval del mundo y,
utilizando como vía el imperio de los sentidos, sin afectación alguna, ha
logrado cristalizar unos sanos y perdurables frutos de nuestra mejor cultura.
La mucha información de Manuel Urbano, su equilibrado juicio, agudo oído y
justo aprecio de fuentes y saberes lo han convertido en una pieza insustituible
en el panorama de nuestra cultura andaluza y en un regalo para las gentes de
las altas tierras de Andalucía, un regalo en consecuencia para mí también que
añado al de su amistad. Aquí alcanza su justificación que la Academia de Buenas
Letras de Granada haga suyo a este escritor y, honrándolo, se honre a sí misma
al contar con tan excelente persona y escritor insobornable, que sólo obedece
al dictado de su conciencia y estética, para que la represente en las altas y
feraces tierras donde nace el Padre de Andalucía y donde se recitaron por
cierto los primeros romances fronterizos, consecuencia directa de la guerra de
Granada, con sus series maurofílicas y maurofóbicas, que de todo hubo en la sinuosa
y cambiante raya que separaba a cristianos y musulmanes.
Y termino ya. En nombre de mis
compañeros de la Academia, le doy a don Manuel Urbano Pérez Ortega mi más
cordial bienvenida a esta docta institución y, al tiempo que le agradezco su
discurso, le deseo una larga y provechosa vida académica para bien de Jaén y
Granada y de nuestra cultura literaria sin más adjetivos.
Muchas gracias.
ANTONIO CHICHARRO