FIRMA INVITADA: NULLIUS IN VERBA, por SALVADOR PERAN MESA





 NULLIUS IN VERBA

Salvador Peran Mesa


La Sociedad Inglesa de Ciencias conocida como Royal Society fundada en 1663 adoptó el lema Nullius in verba como compromiso con sus miembros de respetar el derecho a manifestarse en nombre propio. La frase proviene de una de las epístolas de Horacio en la que el autor se compara con un gladiador ya retirado que al fin se ve libre de esclavitud: Nullius addictus iurare in verba magistri, quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes. (No me vi obligado a jurar por las palabras de maestro alguno, me dejo llevar como huésped de paso a donde me arrebata la tempestad).

         La tradición filosófica de la Grecia clásica basaba la autoridad del discurso en la palabra de los grandes maestros que en muchos casos se imponía como verdad. Que la Tierra era inmóvil y ocupaba el centro del Universo fue una idea que se mantuvo, incluso, después de llevarse por delante a Giordano Bruno quemado por la Inquisición en el Campo de Fiori por opinar lo contrario. A los de mi generación todavía nos educaron en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. La inconsistencia de los conocimientos clásicos defendidos en nombre del maestro contrasta con la fortaleza de los enunciados matemáticos, físicos y geométricos de autores como Pitágoras, Arquímedes o Euclides, coetáneos de los padres de la filosofía, cuyas propuestas se mantienen invariables. Por algo decía Feynman, que exige más talento describir lo que existe que lo que no existe.

         Aunque el Renacimiento fue el periodo histórico del nacimiento de la ciencia moderna, las dudas afloraron antes como muestra Dante durante su paseo por el infierno en compañía de Virgilio. En el Canto XI exclama con algo parecido al entusiasmo a pesar de lo penoso de esta parte del poema: “Tal contento me das cuando desarrollas tus ideas que por eso me gusta tanto dudar como saber”. Pero el paso definitivo lo dieron científicos como Copérnico, Kepler y Galileo que, basando sus argumentos en mediciones y experimentos, dejaron de hablar en nombre de otro y le dieron la palabra a datos y pruebas expresadas en lenguaje matemático.

         Sesenta años antes de que un grupo de intelectuales ingleses fundara una sociedad científica en donde cada palo soportara su vela, eso sí, bajo patrocinio real (incongruencia asumida), Cerbantes se enfrentaba al penoso trabajo de componer el prólogo del libro que acababa de escribir. Cuenta que muchas veces tomó la pluma para escribille y muchas la tuvo que dejar por no saber como seguir; “y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero. Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes, y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes?” El amigo que era guasón le dio una serie de indicaciones para superar las dificultades y al final le dijo:  “Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquéllas que vos decís que le faltan, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón”. 

            En definitiva el amigo vino a librarlo de la esclavitud de las referencias y de la necesidad de hablar en el nombre del maestro, ateniéndose a los datos de la historia que no necesita otro aval que estar bien contada. Y lo hizo con ironía, que quede claro que se trata de una mentira sin disimulo mafioso de que parezca un accidente, porque en adelante, el hombre del Renacimiento no necesitará hablar en nombre de nadie, como entendió la Royal Society más de medio siglo después.