ELEGÍA SEGUNDA
Para
Antonio Checa
Y Baeza de mirar.
Iban oscuros en la noche sola.
Su voz, su paso, resonaban. Era
sola y quieta la noche, quieta y
lenta
la palabra.
Un silencio, más frecuente
cuando la oscuridad era más densa
y las estrellas más visibles, lleno
de la respiración acompasada
de los durmientes y el rosmar del río
hondo, allí, entre la brisa apaciguada
del olivar y de las cañaveras,
despertaba en un pecho una congoja
contagiosa, pacífica, que pronto
se hizo otra vez palabra.
Con palabras
que alguno, acaso, tenga en la
memoria
se les llenaba el tiempo, transcurría
pausada la amistad, toda raíces
nutridas de la tierra de otras
noches.
Alguien velaba lejos. El aroma
de las panaderías
cambiaba con las horas y el trabajo
desvelado tornábase alimento
común, como la noche y las palabras.
Fue en el momento justo
cuando admiraban un alero espléndido
de sesgados ladrillos y decían
su placer, o su asombro, con voz tenue.
Ojos, palabras, pálpitos, la noche.
Y la ciudad casi dormida, hija
del tiempo y de sus tiempos,
recobrando
su alma en las ruinas:
¿cómo pudo
aquel nido real de gavilanes
ser habitado por la sierpe, hundirse
en el pavor de la indolencia, hacerse
cruel para la esperanza de sus hijos
más tenaces y humildes, y quedar
casi roto, nostálgico, sembrado
de hiedra y jaramagos amarillos
temibles más que la melancolía?
Y al volver de las calles apoyaron
las manos y las frentes en la blanca
piedra de los sollozos.
Era noche.
Era la hora de partir.
Iban oscuros
a su trabajo cotidiano, cada
cual con menester distinto,
unos en la palabra por instantes
que no quiero olvidar porque me
dieron
su sensación de luz que crece y vibra
y aún puede alimentar este poema.
(en De un capricho celeste, 1988)