VOCES, MIRADAS Y SILENCIOS EN JAÉN
Antonio Carvajal
Las voces
En la forzada convivencia del
internado aprendí que cada voz se componía de muchos ecos, que todos
recitábamos el mismo texto pero que en cada voz sonaba de distinta manera, y
esa manera surgía del encuentro de un timbre individual y de unos armónicos
colectivos: familia, pueblo, comarca. No era igual el seseo de los alumnos de
Priego que el de los compañeros de Baeza ni el ceceo de los de Vélez Málaga era
asimilable al de los de Loja o al mío. Todos admirábamos la precisión
consonántica de un hijo de madre alavesa, pero no se nos escapaba su pobreza
vocálica. Empecé a interesarme por España en la diversidad de nuestras voces,
como me gustaba repetir los versos de Rosalía de Castro en español y en
gallego, que me traían el rumor completo de las orillas del Sar, como todavía
silba el viento en mi memoria con su lengua de dos filos, el mallorquín
cantable y el español melodioso con que Costa i Llobera nos transmitía su vida
y sus sueños encarnados en el pino de Formentor. Priego, Baeza, Vélez, río Sar,
Formentor: nombres que son ensueños de una patria.
Las miradas
La poesía, hacia los 16 años, cambió
mi modo de mirar el mundo. De mirarlo y, consiguientemente, de decirlo. La idea
es la huella mental de la mirada. ¿De la mirada sólo? No, la huella de cada
percepción, nos llegue el mundo por el sentido que nos llegue. Nuestro mundo
interior se compone de olores, de colores, de toques, de temperaturas. Por eso un beso huele a teja y cada mordisco
a un membrillo nos da la amarilla aspereza de su dulzura. “Mi corazón está
donde ha nacido / no a la vida, al amor”, dijo el sevillano Antonio Machado
evocando a Soria desde Baeza. Pero hay muchas formas de relación afectuosa:
eros, filía, ágape, pietas, cáritas… Ah, la filía: “¡Qué quietas están las
cosas / y qué bien se está con ellas!” cantó Juan Ramón Jiménez, y añadió:
“Cosas: amigas, hermanas…” Y otro poeta, Jorge Guillén, sentenció: “¡Amigos!
Nada más. El resto es selva”. Por eso voy donde el amigo me llama: Manrique
desde Segura y el Condado, los hermanos Chicharro y Antonio Checa, sea con sus
versos, sea con los de Machado, desde Baeza, los primos Bellón desde Úbeda, el
trovador Macías desde Arjonilla y el verso de Juan de Mena “amores me dieron
corona de amores”, Paco Fernández desde Andújar, y me duele que Antonio Aguado
ya no me espere en las lindes de La Quintería y La Carolina me parece yerma
desde que Vicente Granados, un granadino ribereño del mar, no vive en ella.
Jaén es una sabia mezcla de selva y cultivo: la piedra informe y la vegetación
espontánea de los montes se truecan en la geometría nutricia de las grandes
obras arquitectónicas y la inmensidad del olivar.
Los silencios
Jaén se me convirtió un día en enigma
tras leer una carta de Federico García Lorca: “Granada tiene, Jaén es”. Nunca
entendí bien por qué el poeta, autor de tal frase, eliminó el nombre de la
ciudad del título primero de su “Romance de la pena negra en Jaén”, pues lo que
suprimió de localismo lo perdió en sugestión estética: “Caballo que se desboca
/ termina dando en la mar / y se lo tragan las olas” no es lo mismo si se
piensa desde los montes de Málaga que al pie del Jabalcuz, desde donde, el
caballo se precipita al Guadalquivir y, en él, llega al mar “que es el morir”…
La ajazminada Jaén de Blas de Otero me
da todos sus frutos en la poesía, los ensayos, la generosa gestión cultural, la
amistad sin sombras de Manuel Urbano. Sépase lo que callo: detrás, dentro, en
la vivencia o en el recuerdo de cada lugar, de cada monumento jiennense, (o de
la capital, o de la provincia) que mi poesía evoca, hay un amigo que me
acompaña bajo la capa de un cielo conde de los establos de los caballos del
sol.