SOLO
El asfalto de la calle se llena de propaganda y,
detrás de ésta, una mano que la expande y, detrás de la misma, una mente que
piensa, un círculo que viene como la inesperada presencia de un tornado
arrasando la tierra con su fruto a su paso. En la acera de una calle en la
ciudad de los tiempos, el hombre mal vestido y con ropa muy usada tomaba del
asfalto la propaganda y en ella, la desesperada oferta de quienes no querían perder
el sillón del poder. El halago de los poderosos estaba ante aquellas líneas
llenas de un trasfondo casi invisible donde se pedía el voto para la
presidencia del colectivo donde se intentaba dar la vuelta a la tortilla.
Aquellos panfletos decían tácticamente que el sistema iba a cambiar igual que
cambian las nubes en el cielo ‒mejor, en el espacio‒, así nos evitamos de complejas
comparaciones ya que el verbo ‘cambio’ venía de seres que no han cambiado nada
en el transcurso de la vida. Si acaso se habían emulado ellos mismos porque su
inteligencia había descubierto que las otras inteligencias también habían
superado su estado animal y ya se notaba en sus meditaciones, ‒que no en su
ánimo‒, que no debía haber desfases sociales, tal y como desde el milagroso
panfleto, se desprendía con la benevolencia de un morboso juego ilustrado por y
para el engaño colectivo en beneficio de la singularidad de los individuos
ofertantes.
El mendigo, no, el mal vestido, bueno… si insertamos
mendigo tampoco pasa nada, parte de la sociedad consigue cada año el incremento
de esta especie y no se enfadará por tan indigna palabra, al fin, en el
panfleto, habían puesto tantos adjetivos de un calificado tan bello, que, si
aquí ponemos la palabra mendigo dará un sentido más humano a sus lindezas
divulgativas.
Este señor tomaba del suelo la hoja donde se manipulaba un manifiesto en
bien del necesitado pidiendo su voto al degradado socialmente con el fin de que
una vida mejor le llegase mediante su oferta. Este hombre, intentaba leer y
casi releía, los signos donde se expresaban los deseos del propulsor de ideas
para el bien social pero no conseguía dilucidar el contenido:
En bien del progreso, en bien de la sociedad, pensando en las personas
sin trabajo y en las educaciones religiosas así como el orden en las familiares
y su ejemplo de siglos o las leyes conseguidas mediante un consenso de la
Justicia de los hombres y de Dios, el partido firmante pide ese voto con el que
conseguir el prometido progreso y la igualdad social entre los hombres.
Amén de sustantivos cariñosos y emotivos de unas conciencias
ofertantes.
Leía y releía como decimos, pero su capacidad
de percepción no alcanzaba a comprender todo lo que se le daba a cambio de un
voto. El que llevaba infinidad de tiempo durmiendo en los cajeros de los
bancos, debajo de los puentes, en la calle a cielo abierto no tenía opción al
voto. Había tomado el panfleto por inercia, sin llegar a comprender que allí se
intentaba renovar una sociedad que a él no lo admitía en ella, él tenía pan
para comer y agua de las fuentes para acompañarlo, él se veía en la calle por
la injusticia de la Ley, no porque no hubiese leyes, sino porque un
representante de ellas lo puso en la ese sitio y, allí estaba, deambulando como
un perrillo sin amo oteando por doquier para buscar el refugio de la noche, ya
que era echado de aquel anterior donde se cobijaba.
Una mujer enferma de
conceptos desafortunados, llevados por una cultura de arraigos lejanos en el
tiempo, apoyada por una ideología donde el aprecio humano no supo distinguir,
creó al mendigo que miraba el panfleto donde se ofrecía un cambio social
eminente.
Pero las hojas
deambulaban por la calle y más personas las tomaban del suelo, las leían y las
guardaban como queriendo retener ante su pecho esa filosofía en la que la
humanidad se había resguardado toda la vida. Otros tiraban con rabia el
estandarte de la mentira y se limpiaban las manos sobre sus cachetes o sus
posaderas como intentando maldecir a quienes intentaban engañarlos.
El hombre, sin hacer
ni una arruga a la hoja del mensaje, caminaba con un pequeño carro de la compra
donde llevaba todo su equipaje y el total de su poder económico, pero no dejaba
la hoja llena de promesas, la llevaba como si aquello le despertase una
conciencia dormida y un mirador de ideas que lo ponía a pensar en su propia
vida, en esa existencia que la naturaleza te da y que tú te debes a ella
luchando por conseguir ser un actor más de la misma. Veía los coches por las
calles casi llenando las aceras y él con su carrito caminando por ellas sin un
fin determinado, sin una meta a conseguir, sin una casa donde decir a una
familia: ya he venido. Sin nada, sólo con aquel carrito del que se desprendía
un olor a viejo y, en su mano, esa hoja sin arrugar esperando encontrar un
banco para leerla mejor, para llenarse los ojos de letras en las que se pedía
un apoyo condicional para cambiar la vida, para hacer de ella una cosa mejor
que la apreciada.
Se esperaba a la
tarde un agua dormida en los negros nublos que deambulaban por el cielo, y, en la
brisa sonora de estridencia, la herramienta contundente para limpiar las hojas
de los álamos de la avenida. No eran álamos, eran castaños que adornaban con su
sombra la calle principal de aquella ciudad de todos los tiempos, lo que
ocurre, es que el nombre de uno gigante que sobresalía ante los demás, en su
descripción, agrupa con sobrenombre a toda la flora grande donde anida el
pájaro, ese que ni entiende de panfletos ni de leyes, salvo las de la
Naturaleza de la que forma parte y comparte. Rimemos.
Cayeron unas gotazas
negras. El hombre caminaba con su cuartilla entre su mano sin querer doblarla y
la metió en su pecho para que no se mojase. Miraba al cielo y a los grandes
bancos que se encontraba, esperando ver un cajero deshabitado para guarnecerse
de esas gotazas negras portadoras de belleza pero también de miedo para el
mendigo, y; miró un cajero que en aquel momento estaba ocupado por una señora
que atada a la cadena de un potente perro, extraía dinero mirando al animal
para que no se mojase, la mujer manejaba su vocabulario regañando al potente
mastín para que lo respetase, sus palabras, dulces como la miel detonaban amor
si mesura hacia el animal y éste, ya sumiso a su cuido, atendía como
comprendiendo a la mujer que lo llenaba de mimos. Las nubes, cada vez más
oscuras, sacaban de sus vientres el estrepitoso ruido del trueno y algo de
luminosidad sobre el espacio. Se fue la señora con su perro, el cajero
automático quedó desocupado dando la bienvenida al hombre que en su mano
llevaba la noticia del cambio de la sociedad por otra más importante y humana.
Unos cartones
tendidos como alfombra, permitieron al hombre preparar su lecho, y al amparo de
aquella luz que no era suya sino prestada hasta que lo desalojasen empezó a
leer de nuevo aquellas letras que le habían puesto en las manos y ante su
curiosidad, como forma de lectura, intentaba quitarse de encima unos minutos de
la vida en la que ni era sujeto ni objeto, era simplemente un lector de
objetos, donde el sujeto expandía los ideales más luminosos de su inteligencia:
En bien del progreso, en bien de la sociedad, pensando en las personas
sin trabajo y en las educaciones religiosas así como el orden en las familiares
y su ejemplo de siglos o las leyes conseguidas mediante un consenso de la
Justicia de los hombres y de Dios, el partido firmante pide ese voto con el que
conseguir el prometido progreso y la igualdad social entre los hombres.
No decía en ningún momento que el hombre era
necesario al mismo hombre.
Miraba el texto en la
lectura como queriendo penetrar en él. Las letras grandes, llenaban todo un
folio solamente con el texto y el nombre del partido, el reverso blanco y sin
una arruga ni una gota de agua de la caída en esa tarde gris en la que,
resguardado antes del tiempo, observaba su entorno donde tras el invento de la
caja automática, estaba el dinero junto con el poder económico, en la calle, la
temida presencia del otro poder que lo desvalijaba de lo que tomó como elemento
construido para protegerse del agua, del frío y de la noche venidera que
vendría en cualquier momento. Tras esa imagen, una incipiente miopía se
esforzaba con su desgastado cerebro en leer y analizar el texto que de la
calle, había tomado como elemento primordial del día, de ese día como otro, en el
que veía la vida a través de su silencio y el paso del tiempo con la mirada
perdida en el ir y venir de peatones por la ciudad de todos los tiempos.
Era todo un sin fin
de conceptos al analizarlos: al lado de la materia intentaba leer el compromiso
ofertado, el miedo al desalojo era constante en él y, él, que quería enterarse
de aquello escrito era observado por los transeúntes como el vagabundo que
habituado al anarquismo forzado, entorpecía la entrada a un servicio puesto al
alcance del hombre, para que fuese más cómoda una forma clara de concebir la
inteligencia a la hora de crear beneficio económico: el cajero, la caja común
de todos con un solo dueño: el banco, pero con un inquilino molesto a todo
aquel que lo mirase.
Leyó y releyó el texto.
Tenía en su entrecejo un rictus de interés nacido de no sé dónde, que lo
acercaba a ese contenido de letras inventadas y párrafos concisos llegando a él
como si él fuese un hombre común y no un hombre físico. Empezó a recordar
cuando votaba en su barrio y debatía con amigos el bien común del voto, el
equilibrio social que ostentaba el ser votante de un determinado partido
político para aupar las ideas personales donde el sentido social a él le
subyugaba, solamente porque estaba inmiscuido en esa sociedad de la que partía.
Pero, algo había cambiado en su persona para que pasase de ser activo a la
inactividad que da el dormir en un cajero automático al lado del dinero pero
sin poder tocarlo, al lado de un sistema plural donde cabían los más fuertes,
los débiles como él sólo tenían cabida bajo un puente, en ese cajero en el cual
estaba, o en el quicio de cualquier sitio al resguardo de las ratas o de los
desaprensivos. “¡Dios! cómo he llegado hasta aquí” ‒se dijo para sí‒, y siguió
con la misiva hasta llegar al punto final no sin la fatiga óptica por la
imparable miopía a la que combatía con su silencio. Algunos mendigos si hablan,
hablan solos, y cuando lo hacen, ven reflejada en su voz otra voz perdida, otro
intento de entrar tras ella en la inteligencia imperiosa del estambre social de
su tiempo.
La noche entró de
lleno mientras leía y releía aquello de: “En bien del progreso, en bien de la
sociedad, pensando en las personas sin trabajo… pero, no, no le entraba, había algo que lo confundía, que lo
llenaba de zozobra. ¿Él pertenecía a esa sociedad? No se veía dentro de aquella
hoja que le invitaba a votar por ellos para que el hombre tuviese las mismas
oportunidades, no, él era un ser lleno de incongruencias.
Miró las luces de la
avenida y sostuvo en su retina la belleza de la noche en la ostentosa
iluminación de los escaparates y el rectángulo de los luminosos encima de las
puertas donde se expendía el avance de la inteligencia del hombre, el surtido
de elementos allegados al espejismo de los sueños. En el cajero no hacía frío,
¡si tuviera suerte! No tendría que abandonarlo a media noche ante la amable
invitación de cualquier agente del orden, pero si no leería la hoja donde el
hombre pedía un voto para cambiar el mundo.
Un mendrugo de pan
con mortadela sostuvo entre sus manos para la cena, una botella con agua de una
fuente cualquiera, engulliría, o ayudaría a engullir el reseco pan y la
insípida mortadela, después, esa noche, un sabroso plátano dejaría su sabor del
postre concebido como manjar para sus posibilidades.
Y tomó de su bolsillo
un bolígrafo encontrado en la calle para escribir en la parte posterior del
mensaje político algo que llevaba mucho tiempo en su mente: el concepto de un
vagabundo que por culpa de una ley errónea construyó un ser sin derecho a voto
ya que no tenía domicilio ni estaba empadronado en el sitio requerido para
ejercer su derecho a votar como cualquier ciudadano.
“Amigo: ¿Te
acuerdas cuando me dejaste sin casa y sin mis hijos y me lanzaste por mi
debilidad a la mendicidad? “No, no te acuerdas. Yo trabajaba en una institución
bancaria como ésta y ante la ley inventada por el hombre, me ví sin el derecho
al trabajo, y tras la ruina de verme como perro vagabundo buscando otra nueva
oportunidad, en mi casa entraron personas que, a escondidas, hacían mi trabajo
de esposo y me tomaste de nuevo echándome la culpa por ser hombre ante el
llanto femenino y me quedé sin hijos y sin abrigo del hogar formado porque así
lo deseé” No, no te acuerdas, yo sí.”
Los ojos le dolían y
dejó de escribir, pero en su mirada estaba una incógnita apremiante ¿cómo le
había dado por escribir aquello después de casi veinte años sin tomar un lápiz
amoldado a la vida en que se había refugiado?
Miró lo escrito y
sonrió como pensando que regresaba a la vida, a esa vida donde decía cuando
existía como persona que el hombre debía de estar inmiscuido en todo el
concepto social que le circundase. Pero pasó el tiempo, ese tiempo irreverente
al que se llega por el deterioro de la vida social que siempre defendió como
individuo. Hoy le pedían su voto para cambiar el mundo. Andaba en su cerebro el
rastro de aquella octavilla y se miraba el desaliño de su ser como epitafio de
creencias, como rastro de un desengaño a ese hombre que le pedía su voto.
El cajero le daba
calor al resguardo del frío de la calle y luz para ver lo que el hombre a
través de su inteligencia creaba bajo el peso controlado de la misma. Vio a
personas correr por el asfalto, hombres, muchos hombres, detrás, otros hombres
corriendo tras los primero intentando cazarlos con la inercia de unos vergajos
largos y negros como la misma noche bajo un puente, esos puentes que él tanto
conocía. Otras octavillas vio revolotear por las aceras y sin miedo a nada,
como insertado, como otro más aunque con una barba grande y mal cuidada que lo
denunciaba al resto de los hombres, tomó del suelo una de ellas, eso sí, sin
doblarla, con la ética de tener entre sus manos algo realizado por el hombre
con el sentido de enfrentarse al mismo hombre.
Se amoldó de nuevo en
el cajero y leyó muy poco a poco porque la letra era más pequeña, sin la
rimbombancia de la primera misiva: “No los creáis, la política es el arte de
obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de
proteger a unos de otros”. Y firmaban los manifestantes como texto anónimo, los
que corrían delante, los que más corrían. El en su cajero trató de dormir,
sabía que esa noche lo dejarían descansar como si estuviese en su casa, en el
Banco perdido por la ley del hombre, en la casa perdida por el llanto de una
mujer, en el concepto social que los primeros promulgaban y en el desacuerdo de
los segundos. Pero sonrió pensando en el día que dio a luz esa parábola que hoy
se tiraba por los suelos como anónimos: la política es el arte de obtener el
dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a unos
de otros. Se rió para sí y pensó en su miseria, esa miseria de no ser nada
donde su degradable estado no le permitía tener un voto entre su sociedad
Pero la naturaleza y
la física irrumpieron en su cuerpo ausentes de todo lo que se fabricaba en la
noche, esa noche de gotazas de agua y silencio, de cajeros con pasos ligeros de
hombres corriendo. Su vientre, removió la mortadela, seguramente pasada de
fecha, y unos retortijones irrumpieron –también corriendo‒ haciéndole dejar el
cajero por unos instantes para evacuar en cualquier esquina oscura aquella
obligación natural de su cuerpo. Una vez hecho el requerimiento intestinal,
debía limpiar su parte púdica para no oler, para parecerse algo a sus
principios, y, atrapado, sin querer, en cuatro trozos por la parte escrita, le
fue dando el uso imprescindible de un papel un poco recio, hasta que quedó en
el suelo el obstáculo de su vientre, allí dejó lo leído lo último de sus
últimos veinte años de apatía, miró a los cielos y regresó a su cajero
automático, le fue imposible entrar, un intruso le había usurpado su cama, su
resguardo nocturno, y como el que se sabe de memoria la lección, abandonó el
sitio aquel con su carrito de la compra, y siguió su camino. El ruido de una
ambulancia le informó que estaba en la urbe, rodeado de gente, solo. No sabía
que un aprendiz de visionario lo había seguido y que, en otra libreta, en otra
mente, le dio forma a la percepción donde se respira la pesadez de la
inteligencia y el derruido motor de las conciencias.
ANTONIO CHECA
En Baeza, un día en el que miré la vida miserable del poder.