MARTES DE
CARNAVAL
Y la risa, ya se sabe, es un
ruido molesto.
Gabriel Celaya
Gracias, maestro Valle Inclán, por prestarme el título de tu trilogía
de esperpentos cosida por el asunto del militarismo para arrancar la navegación
de hoy, martes y carnaval en esta
esperpéntica sociedad nuestra que anda disfrazándose día y noche. Disfraz sobre
disfraz, las gentes acuden a celebrar un remedo de la fiesta, una simple
mascarada, donde el latido de la tradición carnavalesca apenas se hace notar.
Estas prácticas festivas han sufrido por lo general -siempre habrá
excepciones- tal grado de mutación que convendría buscar otra palabra para
nombrarlas, aplicándole así una nueva etiqueta verbal a lo que hoy se hace en
discotecas, teatros y espacios municipales bendecidos, si no subvencionados,
por la sonrisa amable de la autoridad y sancionados por el poder masivo de la
retransmisión televisiva, aparte de convertidos en una mercancía que ponen en
las manos tiendas, almacenes y agencias de viaje. Esto no es carnaval.
No es carnaval lo que se compra y se vende, lo que se representa, lo
que se convierte en espectáculo y necesita de un público. El carnaval en su
sentido y valor originarios no tiene escenario ni público ni actores, ni sabe
de disfraces en tanto que instrumentos de simulación que en nada alteran, ni
siquiera por determinado tiempo, la condición de quien los lleva. Tampoco
conoce reglas ni reconoce jerarquías sociales ni sabe de valores ni respeta
edades ni sexos. El carnaval se nutre de actos vitales, elementales y
primarios, sin centro o excéntricos,
provenientes de una situación de excepcionalidad en la que se suspende
todo orden vigente, se pierde el miedo social, ignorándose toda distancia
vertical u horizontal, toda prohibición y toda coacción. El carnaval originario
es una colectiva situación de transgresión en la que el yo se abandona a sí
mismo y se sale a los otros, se ríe vitalmente y da al cuerpo todo el
protagonismo y toda la rienda suelta, anulándose y socializándose en la fiesta,
fiesta que cala todos los espacios de la vida social, que no tiene un sitio
fijo ni mucho menos un reglado escenario a la italiana. El carnaval “se vive”,
como razona Bajtín, un estudioso de la cultura popular y un conocido teórico.
Ahora bien, el carnaval no tiene otra certeza que la de su final. Así, el
esclavo romano volvía a su esclavitud el 23 de diciembre, fin de las fiestas
saturnales. Ésta es la única convención social aceptada, la regla suprema: todo
debe quedar como estaba antes de la
fiesta, ocupando lo alto su altura. Sólo queda
la memoria de la experiencia antiautoritaria y el recuerdo de la fugaz
materialización de la utopía, que indefectiblemente ocupa su no-lugar, como
contradictorio alimento de la conciencia política -la fiesta altera
momentáneamente relaciones y valores sociales- de los hombres: conciencia de la
posible ruptura de los límites y conciencia trágica de los límites de la
ruptura.
Tras
lo expuesto, se puede deducir que la conciencia liberadora y trágica a un
tiempo que queda como residuo de la tradición carnavalesca, en tanto que fiesta
popular que tanto invierte/subvierte como legitima finalmente relaciones
jerárquicas y de poder, es la que ha
posibilitado el desarrollo y pervivencia de unas formas literarias
carnavalescas, cuya raíz y acción claramente antiautoritarias ponen en cuestión todo cuanto toca en nuestro
horizonte de cultura, haciendo posible fundamentalmente a través de la
risa-mueca de una escritura grotesca de perfil bajorrealista, de indudable
eficacia estética, con importante presencia de elementos burlescos, paródicos,
groseros, bufonescos, caricaturescos, cómicos y antiheroicos, etc., la
consecución de unos efectos desmitificadores y perturbadores que poseen una
proyección finalmente social y política al mostrar la necesidad radical de la
liberación del ser humano de su propia e histórica “esclavitud” y, en
particular, de los grupos de seres humanos oprimidos, los máximos ejecutores
del carnaval. Así, el deseo en tanto que movimiento enérgico de la voluntad no
cumplida alcanza al menos una satisfacción verbal al corporeizar
ficcionalmente la utopía de un mundo sin
ataduras, de un mundo de libertad, de un mundo otro, en el que cuerpo colectivo
alcanza todo protagonismo.
Pero
no sólo se ha hecho posible a partir de aquí una rica, inteligente, festiva y
trágica literatura carnavalizada a lo largo de la historia, sino que también se
han construido más recientemente algunos instrumentos de pensamiento como es el
caso de la idea de carnavalización,
debida al pensador citado, idea que sirve como categoría literaria para referirse
a un tipo de literatura, así como sirve,
una vez extrapolada, para explicar la
literatura y las visiones artísticas en el seno de una significación no lineal
ni totalizadora de la cultura, una cultura de la que Celaya sospechaba y se
reía en su libro carnavalesco La higa de Arbigorriya, poniendo el más
allá en el más acá, defendiendo la semana laboral de cero horas, proclamando la
fiesta y el presente sin futuro, haciendo sonar la risa-bomba de su trasunto
Arbigorriya, a través de su espontaneidad festiva que degrada lo que toca:
¡Que viva lalí!
¡Que viva lalá! Arbigorriya explicó:
"Como Dios me
ve al revés porque mira desde arriba,
yo ando cabeza abajo para verle como es.
Sé que ustedes no me entienden. Pero ¿hay algo que entender?.
Del libro La aguja del navegante (Crítica y Literatura del Sur), Jaén, Instituto de Estudios Giennense, 2002, pp. 54-56.