Título: El ingenioso hidalgo Miguel de Cervantes Saavedra / Francisco Navarro y Ledesma
Publicación: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999
Publicación original: Buenos Aires, Espasa Calpe, 1944.
Notas de reproducción original:
Edición digital basada en la edición de Buenos Aires, Espasa Calpe, 1944.
Capítulo XXV
«El caballero de la Triste Figura».
-Fray Juan Gil. -El drama de don Jerónimo de Palafox. -El
día de la libertad
La primavera de
1580, alegre para muchos cautivos de Argel, fue para Cervantes
triste y angustiosa. Con su argolla al pie y arrastrando la cadena,
escuchaba un día y otro noticias de redenciones hechas por
los buenos trinitarios. Oía encarecer y exagerar las
cantidades de dinero que habían traído y las muchas
mandas y limosnas pías con que habían visto aumentado
el acervo de lo que aprontaran las familias y diera el rey. A creer
a algunos cautivos, los baños de Argel iban a quedar
desiertos. No era así, pero, con todo, el ver rescatar a uno
o dos cautivos, les parecía a los otros agüero de que
todos serían libres.
Desesperabanse
algunos, los más tomaban la espera con sosiego,
apacienciados por la adversidad. El que salía libre
marchabase ufano, presuroso, sin volver la cara, ni acordarse de
sus compañeros de cadena, con el desperezo egoísta de
quien despierta de un mal sueño, sin dar las gracias a Dios
ni a los hombres. Los padres de la Trinidad, ya acostumbrados a ver
todos los extremos del egoísmo y de la ingratitud de los
hombres, no hacían caso, comprendiendo hasta qué
punto aquellos desventurados padecían de inconsciencia
dolorosa que les privaba de toda nobleza en los sentimientos;
así iban haciendo rescates, desembrollando lo más
llano y fácil de su faena, atraillando, como un
rebaño de corderos modorros, a todos los cautivos para cuyas
redenciones contaban con recursos suficientes.
Notabase un
día y otro, cómo iba habiendo bajas en el baño
del rey. Miguel contaba los rescatados y su espíritu
yacía en una soñolencia penosa. Lentamente iban
desmoronandose en su pecho las romancescas ilusiones, los
sueños de andanzas bélicas, el libro de
caballerías que forjó suponiendo posible alzarse con
Argel, como Don Quijote pensaba conquistar ínsulas y ganar
imperios sin más que el denuedo de su corazón y el
esfuerzo de su brazo.
Poco a poco, iba
comprendiendo su error, pensando que quienes le rodeaban no eran
como él o que él no era como los demás.
Hombres corrientes y molientes eran, con todas las cobardías
y bajezas que el título de hombres implica. Pocos
había capaces de sacrificio; los más, como los
galeotes, pagaban bien con mal y se mostraban desde el primer
instante que seguía al favor, ingratos para sus
bienhechores.
No oía
Miguel, con su argolla al pie, con su cadena arrastrando en el
baño de Azán-bajá, el bien que de él
decían algunas almas buenas, y sí veía las
pasiones que le circundaban; caíansele de los ojos las
escamas y pensando ser imposibles las soñadas
caballerías y viendo cómo la humanidad se daba prisa
a vivir bien o mal pero a vivir ante todo, fuera como fuese,
recordó la misteriosa muerte de don Juan de Austria, sobre
la cual se oían los más peregrinos comentarios,
pensó también en los muchos cautivos, algunos de
ellos caballeros ilustres de muy rancia nobleza que, en el
cautiverio, habían sido como hermanos suyos y que, libres,
no volvieron a acordarse de Miguel, ni a darle señales de
vida siquiera.
Todo esto
merecía meditarse largamente, y meditándolo se
hallaba un día Miguel cuando, tal vez en un cacho de espejo
roto, tal vez en una bacía de agua clara, vio reproducida su
figura, amarilla y ojerosa, con una expresión
melancólica y desengañada que jamás antes
tuvo, y rompiendo en una bella, en una heroica y homérica
risa, se le ocurrió llamarse a sí mismo el caballero de la Triste Figura, en
memoria del caballero de la
Ardiente Espada y de los demás sobrenombres y
altísonas apelaciones de los hijos y descendientes de
Amadís.
Esta segunda risa
de Miguel, consecuencia y repercusión de aquella gran
carcajada que soltó ante los molinos de viento al volver de
Sevilla, fue otro salto hacia la inmortalidad. La risa
después del llanto o de la tristeza redime a los hombres del
cautiverio del olvido y hace sus nombres eternos. Muerto
estaría Homero, a pesar de todos los arrestos de Aquiles, si
no tuviese en lo más sangriento y encarnizado de sus
estrofas un poco de aquello que él con divina sencillez puso
en los labios de Andrómaca, al ver el espanto de Astianax
que se atemoriza de su padre Héctor; aquel dakruóen guelásasa (entre
lágrimas riendo) es el secreto de los grandes. La creadora
llanura de la Mancha, el fecundo baño de Argel, pusieron en
los labios de Cervantes la risa redentora que de las
lágrimas emerge, como la misteriosa nereida de las aguas
hondas de la gruta.
Y
habiéndose reído de sí mismo, en lo que
mostró más que en todas sus hazañas anteriores
la grandeza de su alma, procuró Miguel avistarse con el
reverendo padre fray Juan Gil, para redimirse de la manera
más vulgar y menos quijotesca, a cambio de dinero contante y
sonante, como todos los Juanes, Pedros y Diegos que en los
baños de Argel gemían, ya casi decididos a renegar,
dándolo todo al diablo. Pero la dificultad gravísima
de ello estaba en hallarse Miguel encerrado y con guardias y
centinelas, mayormente desde que llegaron los padres trinitarios a
Argel, pues entonces extremó Azán-bajá los
rigores con los cautivos a quienes reputaba de gran valor para
subirles las tallas y lograr que los redentores, movidos a
compasión, pagasen rescates de gran cuantía. Lo mismo
que con Cervantes mandó hacer con el noble caballero
aragonés don Jerónimo de Palafox, que era el cautivo
de mayor importancia.
Por otra parte,
los dos buenos trinitarios no se ocuparon en estas redenciones
difíciles y costosas mientras pudieron realizar las
fáciles. Los meses de junio y julio pasaron en hacer
éstas, y en los primeros días de agosto salió
de Argel fray Antonio de la Bella con ciento ocho rescatados, que
llegaron a Valencia el día 5 sufriendo gran borrasca.
Quedó,
pues, solo en Argel, para la parte más difícil de la
misión, fray Juan Gil, como hombre de larga experiencia, de
suma perspicacia, muy ducho en tratar con moros y tan habituado a
pasar riesgos y trances de fortuna, que muchas veces había
visto en peligro su cabeza, lo cual era parte a tenerla más
segura cuanto más viejo.
Sin que viese ni
hablase a Miguel, la fama de sus virtudes heroicas y de sus
cristianas caballerías había llegado a fray Juan Gil
desde el primer momento. Consultando sus papeles, confirmó
que aquel cautivo era uno por quien diversas veces fueron a
implorar en el convento de la Merced, de Madrid, una anciana
señora y tres bellas enlutadas. Recordó
también fray Juan Gil la inocente superchería de que
doña Leonor se declarase viuda a fin de excitar más
la compasión de los donantes para las redenciones. Todo esto
lo tuvo presente y, relacionándolo con las buenas palabras
por él oídas a otros cautivos, llegó a
interesarse en extremo por la libertad de Miguel.
Acaso a estos
motivos de compasión cristiana vinieron a añadirse
nuevas razones aducidas por el doctor Antonio de Sosa, con quien
fray Juan Gil comunicaba frecuentemente. Mostró el doctor
Sosa al buen trinitario algunos de los versos devotos compuestos
por Miguel, y que en varias ocasiones le había leído,
copiándolos el doctor con mucho gusto, y por ellos
conoció fray Juan Gil ser tal cautivo, a más de un
hombre valiente, un muy discreto poeta, lo cual si no había
de influir gran cosa en su ánimo de hombre de acción,
sí le blandeó un tanto, por ser caso poco frecuente
entre los cautivos de Argel.
Decidido se
hallaba ya fray Juan Gil a emprender con la mayor diligencia las
gestiones para el rescate, cuando se le presentó el doctor
Juan Blanco de Paz, fingiendo ser comisario del Santo Oficio,
mostrando algún documento falso que lo acreditase y
requiriendo su ayuda para levantar testimonios contra algunas
personas y en especial contra Miguel de Cervantes. El inesperado
caso puso en el ánimo de fray Juan Gil extraña
perplejidad. Blanco de Paz era hombre untuoso, de insinuantes y
suaves palabras; los títulos que presentaba parecían
estar en regla. La maquinación contra Cervantes, movida por
aquel mal hombre sola y exclusivamente por quitar fuerza al
testimonio de Miguel, cuando éste, al salir libre, intentara
poner en claro la traición del desalmado fraile dominico,
estaba muy bien urdida.
Por desgracia
suya, Blanco de Paz se pasó de listo o llegó al
límite de la osadía presentándose con
idénticas pretensiones al doctor Sosa. Este varón
prudentísimo rechazó las insidias del malvado fraile
y puso en autos de todo a fray Juan Gil. Nunca los trinitarios se
entendieron muy bien con los dominicos, y acaso esto
contribuyó a que la tormenta fraguada contra Miguel se
disipase y aumentara el aprecio en que fray Juan Gil, sin haberle
aún visto, le tenía.
Comenzaron, pues,
las negociaciones para redimir a Cervantes, al caballero Palafox y
a otros varios personajes de cuenta. Ya esperaba algo impaciente
Azán-bajá, deseoso de cobrar la mayor cantidad
posible en estas redenciones, porque, además, aquellos eran
los últimos días de su gobierno en Argel, pues
había recibido orden de partir para Constantinopla, de donde
iba a salir muy en breve su sustituto Jafer-bajá. Al tratar
del rescate de Miguel, ponderó Azán-bajá
cuanto fray Juan Gil ya sabía, con el fin de aumentar la
talla y, por fin, salió pidiendo mil escudos
españoles de oro.
De largo tiempo
antes conocía el trinitario lo amigos que los moros y
renegados son del regateo; sabía que, sobre esto,
Azán-bajá era veneciano, mercader hasta la punta de
las uñas; pero aun teniendo en cuenta esto, consultó
la cantidad que para el rescate de Miguel había recibido en
Madrid, la cual ascendía a trescientos ducados solamente,
añadió lo que más podía dar la Orden,
por tratarse de un cautivo de tanto mérito, y halló
que solamente le era dable añadir cincuenta doblas.
Sumó todavía otras cincuenta del legado de Francisco
de Caramanchel, que era una de las mandas piadosas que
solían ofrecerse a las órdenes redentoras para dote
de doncellas y rescate de cautivos. Aun así faltaba mucho
dinero, casi otras tres partes más para llegar a los mil
escudos.
Arduo y
difícil se presentaba este rescate y más aún
el de don Jerónimo de Palafox. Fray Juan Gil, aun
tomándolo con paciencia, dudaba del buen resultado. Si le
dieran tiempo, ya sabía él cuánto puede el
tiempo en los tratos de la gente mahometana; pero ya los rescates
urgían. Azán-bajá estaba para marcharse de un
momento a otro y, naturalmente, procuraría llevarse a
Constantinopla los cautivos de mayor precio para hacerlos valer
más allí.
Vanos eran los
esfuerzos de fray Juan Gil para convencer al veneciano de que
estaba en un error, pues Cervantes no era sino un pobre hidalgo,
grande sólo por su ánimo y rico por su denuedo. Es
muy probable que Azán-bajá dejase a fray Juan Gil
comunicar con el cautivo manco alguna vez, no muchas, porque
siempre sospechaba de Cervantes alguna nueva trama. No debe
olvidarse que Azán-baja había dicho uno o dos
años antes de esto que, como él tuviera sujeto al
estropeado español, contaba por seguros la ciudad, los
esclavos y los bajeles.
Vio y habló
brevemente y ante inoportunos testigos, el redentor a Miguel, y
desde el primer instante debieron de comprenderse ambos. Supo
entonces Cervantes que el buen trinitario se llamaba Juan y de
nuevo abrió el pecho a la esperanza, aunque no con la
ilusoria y entusiástica alegría de los tiempos
pasados, pues si ya tenía en su cuenta de los Juanes
bienhechores a su abuelo Juan de Cervantes, al maestro Juan
López de Hoyos, al señor don Juan de Austria y al
mártir Juan el Jardinero, Juan se llamaba también el
maldito doctor Blanco de Paz, de donde infería Miguel que
este nombre ya encubría los extremos de la bondad, ya los de
la maldad humana.
Miró fray
Juan Gil atentamente al caballero de la Triste Figura y, aunque su
corazón se había endurecido en el roce cotidiano con
la desdicha, compadecióle en gran manera. No se entretuvo
Miguel en comunicarle proyectos fantásticos, ni disparatadas
proezas, sino más bien le dijo quiénes eran sus
buenos amigos en Argel y a cuáles de ellos podía
pedirse adyutorio para su rescate: nombró a los comerciantes
valencianos que tan bien se portaron siempre con él y con
cuya liberalidad podía contarse. De todos modos, era
difícil llegar a la cifra de mil escudos castellanos.
Miguel se hallaba
en la más angustiosa situación de la existencia, en
la del hombre a quien falta un poco de dinero para salvar su vida y
no halla por dónde poder lograrle.
Con hábil y
calculadora crueldad, tomó Azán-bajá una
determinación que vino a agravar la negra desesperanza de
Miguel y casi a desvanecer sus ilusiones. Los bajeles en que
había de volverse a Constantinopla estaban ya prontos a
levar anclas a la primera orden. El mes de agosto había
pasado. Cervantes sabía que ya se hallaban libres,
después de vencidas no pocas dificultades, varios amigos
suyos íntimos, como Andrés Gutiérrez,
Francisco de Aguilar, Rodrigo de Chaves y otros.
Septiembre entraba
y con él a las últimas tardes rojas del estío
iban a sustituir las primeras tardes doradas del otoño.
Miguel pensaba en sus otoños anteriores y creía ya
tocar la fecundidad bienhechora del presente, cuando un día
se vio con el caballero Palafox y con otros de su baño en la
galera de Azán-bajá, arrastrando las cadenas que de
ambos pies les colgaban, sujetas con grillos las manos, arrojados
en un banco, delante el duro remo. Las nuevas eran que los bajeles
de Azán-bajá tenían que zarpar al punto. De
allí ya no saldría ningún cristiano.
¿Cuál corazón que de acero no fuese, no se
hubiera roto en esta terrible prueba? La buena amiga risa iba acaso
para siempre abandonando los labios de Miguel: la divina
alegría desamparando su alma.
El día 19
de septiembre por la mañana, el movimiento de la
marinería, los gritos, blasfemias y zurriagazos de los
cómitres, el término de las operaciones de estivar la
bodega del barco, en las cuales se habían pasado los
días últimos, porque Azán-bajá no quiso
dejarse en Argel ni riqueza ni pobreza aprovechable, y otras muchas
señales, dieron a entender que había llegado el
momento de la partida. Ya los forzados, Miguel y Palafox entre
ellos, estaban en sus bancos, suelta la saltaembarca, encasquetado
el gorro, remangados los brazos, afianzados los pies en la
traviesa. Sólo faltaban las voces sacramentales de
¡Avante, boga! cuando, como una santa figura nimbada de oro,
pusose ante los ojos de Miguel fray Juan Gil, orondo, alborozado y
sonriente, con su hábito rozagante y su cruz azul y roja en
el pecho. Le seguía, negro, autorizado y grave el notario
Pedro de Ribera, con su colodra llena de tinta y sus sobados
papelorios.
Tendió los
brazos fray Juan Gil al asombrado Miguel, y entonces de todo punto
pensó éste que se le abrían las puertas del
cielo, por mano de algún santo fraile de los que en los
retablos de Italia suelen diputar los pintores para tan alto
menester. En pocas palabras dijeron el fraile y el notario
cómo se habían hallado entre los mercaderes
doscientos veinte ducados que faltaban, y cómo
Azán-bajá, tras muchos regateos, se avino a recibir
la mitad de lo pedido, contentándose con quinientos escudos
de oro por el rescate de Miguel, los cuales, como los exigía
en moneda española de la que en aquellos tiempos
corría con honra y facilidad por el mundo entero, desde lo
más occidental de las Indias hasta las apartadas tierras del
Catay, hubo mucho trabajo para reunirlos entre moros, cristianos y
judíos de Argel y sólo a última hora pudo
juntarse la cantidad.
Daban el fraile y
el escribano prisa a Miguel para que se saliera de la nave, pero su
alma generosa no podía olvidar a un tan gran
compañero de infortunio como el infeliz don Jerónimo
de Palafox. Volvió Miguel la cabeza y tropezaron sus miradas
con las de unos ojos hondos, negros, hundidos en sus cuencas y vio
cómo por las mejillas pálidas del caballero
más noble de Aragón corrían dos
lágrimas amarguísimas. Allí, amarrado al duro
banco de la esclavitud, quedaba el sinventura, y Miguel le miraba
sin saber cómo consolarle ni qué decirle, sin querer
que a su propio rostro saliese la alegría por no amargar
más la pena del pobre caballero, su amigo, destinado
quizás a perecer en la esclavitud miserable.
No -pensaba
Miguel-, no hay dichas completas en la vida. Conmovidos y
cabizbajos también fray Juan Gil y el escribano Pedro de
Ribera, guardaban silenciosos el trágico secreto, que Miguel
no supo hasta que el tiempo pasó.
Aquel mismo
día, tratando en última entrevista fray Juan Gil con
Azán-bajá, se habló de la redención de
los dos cautivos. Azán-bajá consentía en ceder
a Cervantes por quinientos escudos, pero no rebajaba ni un
áspero en la talla de mil escudos en que tenía a don
Jerónimo de Palafox. Apuró el fraile cuantas razones
halló en su ingenio y caridad para salvar al linajudo
caballero aragonés, que hubiera sido la mejor presea de
aquella tan sonada redención. Mostró a los codiciosos
ojos de Azán-bajá las quinientas monedas de oro que
llevaba. Chalaneando, como había visto hacer a los gitanos
en el Zoco de Argel y en la feria de Sevilla, arrojó sobre
el tapiz las quinientas piezas relucientes y amarillas.
Azán-bajá no se dio a partido, y el redentor hubo de
contentarse con rescatar a Miguel y dejar cautivo a don
Jerónimo de Palafox.
De este modo, las
suertes de ambos cautivos quedaron ligadas por un lazo que
sólo fray Juan, Azán-bajá y Pedro de Ribera
supieron. Éstos son los reales melodramas de la vida.
Pintar aquí
lo que Miguel sintió al pisar la tierra como hombre libre,
sólo pudiera hacerse copiando los numerosos párrafos
en que él habla de este goce, el más grande de
cuantos el mundo puede ofrecer. Si el día de Lepanto
había sido de mayor gloria. el día 19 de septiembre
de 1580 lo reputó Miguel toda su vida como de mayor
felicidad y de más honda fruición.
Los treinta y tres
años se acercaban, y a la prudencia y conocimiento de la
vida que esta edad procura siempre se unían en Miguel tales
sumas de experiencia y tantas memorias de casos desastrosos y de
peligros inminentes, de muertes vistas y de apuros pasados, que
pocos hombres de su edad podían alardear de conocer mejor el
mundo. Mas de cuanto había conocido hasta entonces, ninguna
cosa le fue tan gustosa y grata como aquella libertad de que
disfrutaba a la sazón. ¡Qué extremos de
alegría no serían los suyos! Si en todo tiempo fue
chistoso y ocurrente, ¡qué donaires, gracias y
diabluras no se le ocurrirían en tal ocasión! Miguel
se palpaba, estrechaba manos, abrazaba aquí y allá,
contaba historias y lances inauditos almacenados por él en
las horas larguísimas de la soledad y del cautiverio,
forjaba nuevos proyectos, ya no tan quijotescos como los
anteriores, y sobre todo, reía, reía, reía...
Y con él reían cuantos le escuchaban: y en aquel
punto se engendró y comenzó aquella sana y redentora
risa que sigue al nombre y palabras de Cervantes al través
de los siglos, sin cansancio ni hastío de la humanidad
riente.
Al ver a Miguel
libre, arremolinabanse en torno suyo tantos y tantos cautivos como
le debían favores, conversación, consejos o
atenciones. Desde luego se acogió Miguel a la posada de un
caballero de Baeza, amigo suyo, rescatado en 3 de septiembre, y a
quien llamaban don Diego de Benavides. Conoció a éste
por medio de su antiguo amigo el alférez Luis de Pedrosa,
cuya familia estaba relacionada con la de Miguel cuando el
licenciado Juan de Cervantes tuvo autoridad en Osuna. Andaluces
eran muchos de los íntimos amigos de Miguel: de
Córdoba, Alonso Aragonés; de Cádiz, el
carpintero de ribera Hernando de Vega; de Málaga, Juan de
Valcázar; de Osuna, el alférez Luis de Pedrosa,
vecino de Marbella, y de Baeza don Diego de Benavides. Toledanos,
el fraile carmelita Feliciano Enríquez, natural de Yepes, y
Fernando de Vera y el alférez Diego Castellano;
extremeño, de Badajoz, Rodrigo de Chaves; valisoletano,
Cristóbal de Villalón, y natural de Cerdeña el
capitán Domingo Lopino.
Todos ellos
declararon haciendo los mayores elogios de Miguel en la
información que éste pidió a fray Juan Gil
acerca de su conducta en el cautiverio, para deshacer los
calumniosos e infames enredos de Juan Blanco de Paz. En sus
declaraciones habladas y en la escrita por el excelente doctor
Antonio de Sosa, como en la firmada por el propio fray Juan Gil,
que elocuentísimamente confirma los anteriores testimonios,
hay algo más que la conciencia de que se declara por
atestiguar una verdad sabida; hay una admiración, un respeto
y un amor a Cervantes, que difícilmente volveremos a
encontrar en sus contemporáneos. Casi ninguno de aquellos
sujetos de buena fe, soldados, oficiales de ocupación manual
y religiosos sabía si Cervantes era o había de ser
escritor. Todos, sin embargo, le amaban como hombre, sin ninguna otra
consideración y se tenían por muy honrados en
confesar que aquel Hombre
era el más grande que ellos habían conocido.
Éste es un
documento de tremenda y conmovedora eficacia, en el que no cabe
engaño. No es posible leerle sin que el alma se llene de la
bella y humana satisfacción que nos causa el ver confirmado
por hombre buenísimo a quien teníamos ya por
genio.
Terminada, firmada
y fechada en 22 de octubre la información, Cervantes no
tenía qué hacer ya en Argel. Iban volviendo a la
patria todos los rescatados. El 24 de octubre embarcaron para
España en el navío de maese Antón
Francés seis cautivos, por cuyo pasaje pagó fray Juan
Gil quince doblas. Éstos eran dos, cuyos nombres no
conocemos, y además don Diego de Benavides, Rodrigo de
Chaves, Francisco de Aguilar y Miguel de Cervantes Saavedra.
La
navegación no fue larga. Un amanecer, el sol, dando en las
espaldas a los ansiosos navegantes, sonrosó primero y
enrojeció después las costas verdes del reino de
Valencia. Los palmares y los viñedos opimos, cargados de
dulcísimo fruto, recrearon los ojos de Miguel. La hermosa
ciudad de Denia, con su linajuda y antigua sonrisa helénica,
le abrió sus brazos amorosos.