EL HOMENAJE
Para Antonio Chicharro.
Llegaron a Baeza esa
misma mañana y ahora ocupaban una mesita en el rincón más oscuro de la taberna
de Marín, un lugar fresco, a pocos pasos de la muralla, idóneo para
resguardarse de los casi cuarenta grados a la sombra que caían como plomo
derretido sobre las calles.
Juanito aguardaba con
impaciencia los bocadillos de atún con cebolla que aquel día iban a constituir
su almuerzo, en tanto que Bernardo se hallaba ensimismado con la lectura de un
libro.
-No lea usted tanto,
jefe, que con tan poca luz se le van a quedar los ojos hechos dos uvas pasas
–aconsejó el joven.
-Yo leo donde puedo,
Juanito. Ojala tuviera tiempo y un buen despacho para disfrutar de la lectura,
pero la vida me exige darles de comer a mis hijos y ya ves: seis días me los
paso en las carreteras y siempre que puedo me apaño con un bocadillo para
ahorrarme las dietas.
-Pues a mí me parece
que yo me voy a pedir algo más porque el atuncito no me llega ni a los
tobillos. Además, yo no tengo hijos ni perro que me ladre.
-Eres muy dueño de gastarte
el dinero en lo que quieras.
-Pues uno trabaja
para eso: para no pasar hambres.
-“No sólo de pan vive
el hombre”. Si vieras qué bonitas y qué profundas son estas poesías…
-Yo no estoy ahora
para poesías, jefe, y ya le digo que se va a quedar ciego si lee aquí.
-No soy tan
melindroso como Maquiavelo, el cual contaba que durante la mañana y la tarde,
iba vestido de cualquier manera jugando a la pelota con sus jornaleros, pero
que, al llegar la noche, se cubría con sus mejores galas y, elegantísimo,
entraba a su biblioteca para tratar con sus iguales.
-¿Qué iguales? ¿Es
que vendía cupones?
-No digas burradas,
Juanito. Sus iguales eran los libros o por mejor decir: los autores de los
libros. Tal respeto le merecía la cultura a aquel sabio.
-Bueno, bueno, pues
allá él y ahora, cambiando de tema, le diré, jefe, que aquel enano de la barra
no nos quita ojo y me está poniendo nervioso.
Alzó Bernardo la
vista del libro y reparó en el tipo que le señalaba su amigo. Puesto de pie
sobre una silla a fin de alcanzar el mostrador, bebía en silencio un gran vaso
de vino un hombrecito que pudiera medir poco más de un metro, pero era tal su
expresión de ferocidad, con un mostacho negro y unas cejas pobladísimas, con
una tez aceitunada y unos ojos chispeantes, que generaba un temeroso respeto a
cuantos parroquianos había en la taberna. Y por si ello fuese insuficiente, el
personaje sacó de una cartuchera un pistolón que pudo haber servido en la
guerra de Cuba y lo colocó sonoramente sobre el mostrador.
-Ese farruco se cree
que ha salido de una película del oeste –comentó Juanito.
-No lo mires
demasiado porque te puede buscar bronca. Es el enano de Aznaitín. Ya había
reparado en él otras veces que vine a Baeza. Además, me han contado algunas
historias suyas. Al parecer, tiene una esposa de bandera que mide más de 1´70,
guapísima. Aquí cuentan que la trata como a una esclava. Él va siempre en su
jaca y ella andando y, ¡ay del que se le ocurra mirarla! Ese hombre tira de
navaja con facilidad.
-¿Y nadie lo pone en
su sitio?
-Mira, Juanito, debe
tener muy buenas agarraderas pues, ¿cómo si no le iban a dejar ir por las
tabernas con esa pistola? A mí me da que debe de ser un somatén, uno de esos
que sirven de soplones a la guardia civil. En la sierra de Cazorla quedan aún
muchos maquis y él, que va y viene no sé si mercando ganado, posee olfato para
descubrirlos y mala sangre para ponerlos a tiro de la Benemérita.
-¡Vaya por Dios con
el tipejo. No siga usted, jefe, que no me he comido aún el bocadillo y se me va
a indigestar.
Media hora más tarde
los recibió el boticario don Trinidad, que deseaba asegurar su farmacia, y los
invitó a una copita de aguardiente de higos.
-Esto es lo más
saludable para las digestiones –les explicaba aquel señor cuyo aspecto grave
sólo era desmentido por su nariz coloradota propia de quien tiene mucha
amiganza con el vino.
Mientras firmaban la
póliza en la fresca rebotica, apareció un momento una señorita bellísima,
esbelta como un álamo y alegre como un jilguero, que saludó a los viajantes con
su boca de fresa y con el brillo de sus ojos verdes. La joven le pidió a su padre
la llave de una alacena y, apenas la tuvo en su poder, se marchó con pasos
resolutos, consciente de su magnetismo.
Cuando salieron a las
ardientes calles, Bernardo le contó a Juanito que la hermosura de la hija de
don Trinidad había traspasado los límites de Baeza y de Úbeda y cruzaba todos
los pueblos de la comarca.
Notaron entonces un
ambiente extraño a su alrededor. No se veía absolutamente a nadie ni se
escuchaban más rumores que los de la fuente. Desde luego, la temperatura no
invitaba a pasear, pero aquella atmósfera parecía cargada de tensión. Cuando
entraban en el hostal, Juanito reparó en una camioneta que se había detenido en
la vecina plaza y en cómo de ella bajaron ocho números de la policía armada con
sus ropas grises y cierto aire de matones.
-Esto no me parece
normal, jefe –masculló el muchacho con gesto temeroso.
-No lo es, Juanito.
No entiendo qué pinta la policía armada en un pueblo. Como si aquí no tuvieran
bastante con la guardia civil.
-A lo mejor vienen en
busca de algún ladrón internacional.
-Bueno, vamos a
descansar un rato hasta que refresque pues a la noche hemos quedado con otro
cliente.
-Usted no para, jefe.
-Me pararé cuando me
lleven con las piernas por delante en una caja de muerto.
No habían
transcurrido ni veinte minutos de su llegada, cuando se presentaron en su
habitación dos policías con gesto adusto.
-Acompáñennos
–exigieron desde la puerta de la misma que se hallaba abierta a fin de crear
corriente con la ventana.
Bernardo y Juanito no
se creían lo que les estaba sucediendo y el primero de ellos intentó
defenderse:
-¿Pero qué es lo que
desean? Nosotros somos viajantes a sueldo de una aseguradora… No hemos hecho
nada malo.
-Ya veremos lo que
ustedes han hecho o lo que pensaban hacer –les dijo uno de ambos y en seguida
añadió con voz enérgica: -Tiren para adelante y no opongan resistencia a la
autoridad.
-Nadie opone
resistencia –protestó débilmente Bernardo mientras se calzaba apresuradamente y
se disponía a salir. Juanito, por su parte, que no había abierto la boca, ya
estaba fuera de la alcoba. La dueña del hostal miraba toda la escena desde unas
escaleras sin poder ocultar su expresión de horror.
En las afueras del
pueblo, en un gran caserón de verdes persianas presidido por una bandera y por
un rótulo con el lema: “Todo por la patria” se ubicaba el cuartel de la guardia
civil. Cuando llegaron hasta allí, Bernardo y Juanito comprobaron que,
efectivamente, algo anormal ocurría pues iban de acá hacia allá, como lobos
hermanados ante un festín, los miembros de la policía armada y los guardias
civiles.
Los dos amigos fueron
conducidos hasta un cuartucho y allí, con malos modos, los dejaron encerrados
sin mediar explicación alguna. Juanito se quejaba temblando como un niño:
-¡Ay, Señor, ay
Señora de las Angustias, si me viera mi madre se moría del disgusto!
En aquel zaquizamí
olía a humedad y a orines. Las paredes se hallaban llenas de manchas y
desconchones y, mientras hubo luz, Bernardo se entretuvo en imaginar mapas de
países inexistentes. Llegó la noche y las lamentaciones de Juanito se centraron
en el hambre:
-Seguro que ni se
acuerdan de ponernos algo de cena.
-Ni faisán ni caviar,
pero tampoco ningún mendrugo. No te quepa la menor duda muchacho de que hoy tus
tripas descasarán. Ofrécele a Dios este ayuno como penitencia por tus muchas
malicias. Y confiemos en que aquí sepan en qué consiste el “habeas corpus”
–bromeó Bernardo en un intento de darle ánimos al joven y desdramatizar la
situación.
A las diez de la
noche se abrió la puerta y un guardia civil empujó adentro a otras dos personas
para, en seguida, volver a cerrar tras de sí. Los recién llegados, tras saludar
con timidez, se presentaron. Uno de ellos era un pintor de Cuenca y el otro un
periodista madrileño. Ambos parecían bastante alterados. El periodista, que se
llamaba Alberto, los puso al corriente de cuanto sucedía en Baeza. Desde meses
atrás estaba fijado para ese día un homenaje al poeta Antonio Machado, que tuvo
que abandonar España al final de la guerra civil y murió poco después en el
exilio. Don Antonio fue profesor durante varios años en Baeza y ahora se iba a
inaugurar en la ciudad una estatua a él dedicada. La noticia del acto apareció
en la prensa de toda la nación y mucha gente se había desplazado desde todos
los puntos de España para honrar la memoria del poeta. Pero las autoridades
consideraron que todo aquello presentaba un tufo contrario al régimen y, a
última hora, habían suspendido el homenaje. Hubo puestos de control en las
carreteras y a quienes se acercaban a Baeza sin ser naturales o vecinos de la
misma los hacían volverse. A quienes osaban protestar los detenían. En un
momento llegaron incluso a cargar contra los recién llegados. Ellos mismos
–concluyó el periodista- habían recibido numerosos golpes de las porras de goma
y se comentaba que les caerían multas de hasta cinco o diez mil pesetas.
El pintor, que con su
barbita y su camiseta mostraba un aire bohemio, añadió que les habían quitado
hasta el tabaco y que ellos no eran los que salieron peor parados pues en la
refriega hubo incluso heridos.
Aquella noche
maldurmieron en el sucio suelo aquellos cuatro hombres y, ya amanecía cuando se
presentaron dos policías en busca de Bernardo y Juanito. Los condujeron por
unos larguísimos pasillos hasta un despacho donde la cal amarilleaba. Estaba
presidido por un retrato del generalísimo con su flamante capa de campaña. Tras
la mesa principal se hallaba un sargento de la policía armada. A su izquierda,
ante otra mesita más pequeña, tecleaba en una hispano-olivetti un hombre
delgado con gafas de concha y un bigote idéntico al del jefe del estado.
-Tómeles la
filiación, Ramírez –le ordenó el sargento ydespués comenzó a interrogarlos con
voz que pasaba intermitentemente de lo meloso a lo despótico y viceversa:
-¿Es cierto que
ustedes, contraviniendo las disposiciones del ministerio de Gobernación,
pretendieron sumarse al homenaje a ese escritor comunista?
-Don Antonio Machado
nunca fue comunista –comenzó a replicar Bernardo, pero en seguida lo
interrumpió una gran voz del sargento.
-Lo que sea o no sea
ese tipo yo lo sé muy bien, de modo que no me venga con lecciones ni chulerías
y limítese a responde a lo que se le pregunta.
-Pues no, no vinimos
a ese homenaje. Nosotros somos viajantes de una compañía de seguros y en Baeza
ya medianamente me conocen. Ayer mismo le aseguramos la botica a don Trinidad
Burgos y él puede dar fe de ello. También la patrona de la pensión donde nos hospedamos
le puede explicar que yo he venido en otras ocasiones por causa del trabajo.
-No eran esos los
informes que a mí me llegaron. Ayer fueron ustedes sorprendidos en una taberna
de esta localidad leyendo poesías.
-¿Y eso constituye un
delito?
-Si se trata de
poesías subversivas, claro que sí.
-Mire: el libro que
ayer leía en el bar se encuentre en mi equipaje en la pensión.. Tráigalo y
comprobará que no era de Antonio Machado.
-Yo haré lo que vea
menester.
Después de otras
muchas preguntas del mismo jaez, el sargento los hizo salir y ambos se
acomodaron en un duro banco que había ante la puerta del despacho, vigilados,
claro está, por un policía. Desde allí vieron como entraban el periodista y el
pintor y como salían una hora más tarde.
-Nos llevan a la
comisaría de Jaén –le explicó este último a Bernardo a manera de despedida.
Casi rayaba el
mediodía cuando los viajantes fueron reclamados de nuevo por el sargento.
Llevaban sin probar ni agua desde veinte horas atrás y su aspecto era
deplorable.
Junto al sargento se
hallaba un número de la guardia civil con un libro en la mano: el mismo que
Bernardo leía en la taberna la mañana anterior.
-Por esta vez están
libres. El señor boticario ha confirmado sus argumentos y ese libro -dijo con
gesto despectivo el sargento- es un libro de misa. Pueden marcharse.
* * * *
Dos platos de fabada,
uno de jureles fritos y dos huevos con patatas y chorizo además del pan, el
vino y el postre, se zampó Juanito para compensar el disgusto y las
interminables horas de ayuno. Se encontraban en una venta a pocos kilómetros de
Úbeda pues no quisieron demorarse ni un momento más en la hermosísima Baeza por
si los cogiesen de nuevo. Y charlaban animadamente en espera de una buena taza
de cafe:
-¡Vaya con el enano
de Aznaitín, jefe…! ¡Cómo nos la ha jugado el muy soplón! No le diese un ardor
que se le derritieran hasta las alpargatas. Pero ya lo cogeré yo alguna vez y
se va a tragar su pistola y sus fanfarronerías.
-No te lo recomiendo,
Juanito. De las personas así, lo mejor es permanecer bien alejados. Si les
haces algo, tú también sales perdiendo. Y, desde luego, tu vida vale más que la
suya.
-Para mí claro que
vale más.
-Y para cualquiera.
Su vida está tiznada por la delación, la bilis y la amargura. Ese hombre no puede
ser feliz mientras que tú duermes como un bendito hasta en el suelo del
cuartelillo. ¡Porque vaya ronquidos que pegabas esta noche! No nos has dejado
dormir ni al pintor ni al periodista ni a mí.
-Usted exagera, jefe.
Bueno, lo importante es que ya estamos libres gracias al boticario y al libro
ese de misa.
-No se trata de un
libro de misa, sino de poemas.
-Bueno, por lo menos
no era de ese Machado que tan poco les gusta a los policías.
--No, Juanito. Este
volumen recoge los poemas de san Juan de la Cruz, que vivió un tiempo y murió
muy cerca de aquí.
-Y ese poeta no era
subversivo, claro.
-Pues mira, muchacho,
te aseguro que su obra puede considerarse mucho más subversiva que la de ningún
otro autor de la Literatura Española.
-Pues menos mal que no
se han percatado los “guindillas”.
FERNANDO DE VILLENA
Historietas
de Bernardo Ambroz, Granada, Port-Royal Ediciones, 2011.