FIRMA INVITADA: ANTONIO CHECA LECHUGA


           

LA LUNA EN UN COSTAL DE TRIGO
                                                                                   
 “Papa, esta noche no cabe la luna en el costal de trigo. Papa, la luna nos mira con cara de susto porque parece que es un ochío blanco y la podemos meter dentro de nuestra boca.  Parece, Papa, que  el ábrego no corre esta noche, sólo el solano apunta por las eras de arriba”. “Hijo ¿te quieres callar ya?”. El chiquillo jugaba en la madrugada oyendo los grillos y mirando la Vía Láctea, los borreguitos del cielo y las parvas  de trigo junto a los peces  esperando el ábrego con la noche despejada del agosto, del agosto literal, del localismo total, del agosto aquel que el hombre del campo de mi tierra recogía medio año de sudor y trabajo, de penurias labriegas y reconocido amor por el fruto de la tierra. La tierra da su fruto y el hombre lo recoge con la sagrada virtud de sostener la familia, con la ilusión de los frutos sembrados, con la hoz en los campos, con las jamugas abrazando la carga de cebada o de trigo: trece haces encima de la albarda, cinco a un lado, cinco al otro y tres encima. Los caminos con las bestias hacían el conjunto donde el hombre retrotraía el fruto de la tierra y labraba la misma esperando cuajase la simiente en el surco, la trilla en la era, el ábrego para ablentar separando la paja del grano: todo esto es el pasado donde la humana presencia de una vida distinta se asoma a mi mente y transcribo su encanto: Qué hombres tan hombres eran aquellos.
            El término agrícola de Baeza fue en su día mitad olivo mitad campiña, mitad sueño y mitad vida, pero sobre todo, fue el aprendizaje de un poeta que supo mirar hacia los campos y soñar con los atardeceres la llegada del ocaso mordido por el Cerro de la Horca, por las olivas verdes donde en el verano hervían  las chicharras sus cantos de desidia, su atiborrado sonar de pesadez sanguínea con la maja templanza de una austera galbana, con vago movimiento, pero aun así bajo el sol de estío con una blusa abrochada hasta el cuello, el hombre de mi niñez cantaba al compás de la chicharra:

Esa mulilla torda, 
le gusta el granooo
arremete de prisa 
que viene el amo  

Monótono, aburrido, pero lleno de una filosofía que llenaba de aciertos la voz con sus acentos .

Un segaor segaba
los trigos nuevos,
los trigos nuevos, 
y el sudor desecaba
con un pañuelo,
con un pañuelo
con un pañuelo, mare,
con un pañuelo,
un segaor segaba
los trigos nuevos.  

Fue la vida,  bella por la inocencia, porque el hombre nadaba en la honradez de sus convicciones, pero nunca en la desfachatez del oficioso mundo de la hipocresía esperando la mano de las subvenciones y de las prioridades sociales.
            El trabajo natural es la decencia concisa de la honradez del hombre.
            Ha llegado el verano y las eras están muertas, ya no hay eras, ya no existe el trigo ni los garbanzos en ellas, los yeros ya son pasado y las guijas no existen, los trigos no negrean por los campos ni las bestias se visten de espigas doradas donde camina el pan de nuestros cuerpos. Y asomamos a la potencia de tractores, y lúgubres números perversos recriando el poder de las verdades, cambiando la palabra de señorito por la de empresario. Es mi pueblo distinto en contenido, en palabras, en ruiseñores muertos, en melodías futuras donde los sueños tienen el cúmulo expresivo de los atardeceres en el Cerro de la Horca,
            En el misterio de la Vía Láctea, con los ojos del niño metiendo la luna llena en un costal de lona, ha desaparecido, del anciano que observa la vida entre sus brazos ha desaparecido, el olor de la era, las estrellas y el aire donde aventaba el grano. También,  el garbillo y la pala, el harnero y la zaranda con la escoba de rama y el sonido monótono del trillo; han desaparecido las ideas de progreso llegando al progreso, al número de hectáreas laceradas de recreos por donde nacen juegos de márketing sonoro embutiendo en los hombres ideas mercantiles, derechos presumibles… se perdieron los cantes y llegaron los números embruteciendo algo de lo no aprendido, acogiendo productos, ensombreciendo actos, haciendo de las casas palacios de ignorancia. Los caminos son fruto de la discordancia, de la políticamente substracción del nombre donde juega la historia a su camino, donde el camino arcaico  es un trozo de números que hablan en las bocas de quienes van sintiendo el poder de la vida, de la vida lograda. Ha pasado de todo y ha nacido el proceso de perder la inocencia y ganar la materia. El hombre ha logrado ser el antiguo caciquillo aborrecido por manos de trabajo y conciencias sociales. Estamos tocando fondo, diría el poeta, el fondo de los conceptos y de las conciencias sociales, pero, sobre todo, la raíz de nuestra cultura.
            Escribir con nostalgia no es añorar el pasado, es partir del pasado donde el hombre tenía su papel absoluto, su palabra absoluta, su conciencia de siglos. Acceder al pasado es cosa de sensibles y sacar la decencia de pobres pensadores, pero entrar en el presente representa ver solamente aquello que cría las papadas, que ornamenta  barrigas atrofiando cabezas, y llenado las bocas de propias ignorancias, de risas obligadas, de traspiés sin sentido, de parados que aportan las liras de los cantes deseando igualdades, deseando equilibrio. Qué pena causa el hombre que no mira los hombres y solamente observa su poder económico. Qué pena causa ver el círculo vicioso de un solo concepto, de un solo motivo. Qué pobre es la materia, qué pobre la incultura, qué pobre el sentimiento de sentirse ese dios que se ostenta y se tiene, que se da y se emite. Cómo me acuerdo de los hombres que vi cuando soñaba a ser hombre también entre sus cantes, entre sus  noches de incienso y aire para limpiar el grano entre la Vía Láctea y los borreguitos pintados por la luna, que el nene quería meter en el costal del trigo, la parecida al ochío de la tierra del árabe, el judío y el cristiano, ese que vive todavía, el que ora y no canta ni se asoma a los astros cuando labra la tierra.
            En el costal del trigo, en las granzas del pez cuando ablentado se quedaba el resquicio de fondo del harnero, en el tamo que pica los cuerpos ciegamente.
            Se ha perdido el agosto, ese cincuenta por ciento del campo en su  campiña, solo quedó el olivo, el padre del progreso, el padre al que se reza con la esperanza puesta en que otro te ayude, en que te enseñen a vender lo que produces, en sembrarte de favores inconclusos, de misteriosos tratos, de sombras y de luces, de misterios sonoros sin que los cantes tengan el ritmo de su constelaciones.   La oliva. El olivo.  El hombre que ha ganado del sueño la materia, que ha perdido el concepto de la Naturaleza. El hombre: los hombres. Réquiem.

ANTONIO CHECA